Königsberg
fue fundada por los míticos caballeros cruzados de la Orden Teutónica, perteneció
al reino de Prusia y sucesivamente formó parte del imperio alemán, la república
de Weimar y el III Reich de los infaustos nazis. Tras la segunda guerra
mundial, devastada por los bombardeos aliados, pasó a manos de los soviéticos
que expulsaron a los alemanes supervivientes y los sustituyeron por población
rusa. Para que la extirpación del germanismo fuera completa le cambiaron el
nombre: desde 1946, Königsberg pasó a llamarse Kaliningrado en homenaje al
bolchevique Mikhail Kalinin, denominación que conservó tras la caída de la
Unión Soviética en 1991.
El
colapso convirtió al territorio en un enclave de la federación rusa a 600
kilómetros de su frontera más próxima y rodeado por dos países pertenecientes
hoy a la Unión Europea y a la OTAN: Lituania y Polonia. Si durante la Guerra
Fría, su condición de puerto soviético en el mar Báltico que no se helaba
durante el invierno convirtió a Kaliningrado en sede principal de su flota en
la región, su actual status de enclave incrustado en territorio “enemigo” no ha
rebajado la fuerte presencia militar. Para Vladimir Putin, el autocrático
presidente ruso, alumno aventajado de los métodos del KGB, el territorio tiene
una importancia estratégica máxima. Para espanto de los aliados occidentales, a
principios de año se desplegaron allí los nuevos misiles Iskander de corto
alcance, con capacidad para albergar armamento nuclear.
La
lectura política es imprescindible para interpretar la
designación de Kaliningrado como una de las sedes del Campeonato Mundial de
Fútbol que se juega estos días en Rusia. Como una forma de marcar territorio. Putin
ha construido para la ocasión el Arena Baltika, un estadio ultramoderno con
capacidad para 35.000 espectadores que ha costado 300 millones de dólares. No
está muy claro cuál será su destino una vez terminada la Copa del Mundo, ya que
el equipo local, el F.C. Baltika, cuenta con una afición que no supera los
4.000 socios.
A
pesar del inquietante parecido que tiene todo esto con una nueva guerra fría,
Kaliningrado/Königsberg también es célebre en el mundo entero por una
circunstancia mucho más alegre y esperanzadora: en su capital nació, vivió y
murió – dice la leyenda que jamás pernoctó a más de 150 kilómetros de distancia
de ella – el filósofo Immanuel Kant (1724-1804). Figura imprescindible de la
filosofía moderna, Kant fue uno de los precursores del concepto de la “Paz
perpetua”, que según él se alcanzaría gracias a la democracia universal y la
cooperación internacional. ¡Qué grandes lecciones podría dar todavía el
filósofo a más de un estadista con trasnochados delirios de grandeza! A pesar
de que Kaliningrado vive hoy de espaldas a los postulados pacifistas e
internacionalistas de Kant, la ciudad todavía presume de la huella que dejó el
filósofo, empezando por su tumba en la catedral, que ha sido recuperada tras
décadas de abandono bajo el yugo soviético. En uno de los muros del edificio
reza una de sus citas más célebres: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y
respeto, que aumentan cuanto más reflexiono sobre ellas: el cielo estrellado
sobre mí y la ley moral que hay en mí.” Cuando leo estas palabras, los
doscientos catorce años que nos separan se convierten en un latido y siento a
Kant tan cerca de mí como si fuera un vecino de escalera. Me resultaría difícil
encontrar una cita mejor para resumir mi forma de entender el mundo. Y para
escribir la perfecta despedida.