Es la especie de árbol más alta y longeva del mundo. Las
secuoyas gigantes llegan a alcanzar los cien metros y algunos ejemplares pueden
jactarse de ser contemporáneos del mismísimo Ramsés II. Les ahorraré la
consulta wikipédica: nacieron hace 3.200 años. ¡Y todavía siguen creciendo! Una
demostración de vitalidad tan apabullante deja claro que la naturaleza, a la
que a menudo creemos sometida por nuestra inteligencia superior, todavía puede
darnos bonitas lecciones de humildad y de otras muchas cosas. Al lado de la
secuoya, el ser humano es un animalillo algo acelerado, inteligente sin duda,
pero que quiere hacer demasiadas cosas en poco tiempo; al alcanzar la mitad de
su vida, ya se está preguntando por qué no hizo y lo que le hubiera gustado
hacer, y a tratar desesperada e inútilmente de que el paso del tiempo no deje
huella en su corteza exterior. Al ser humano moderno no le gusta la vejez.
Cuantos más saberes acumula sobre los mecanismos de la vida a través de la
ciencia o la medicina, más resentimiento le inspira el espectáculo de su
decadencia; el joven desprecia a los viejos, y cuando el paso de los años le
convierte en uno de ellos, tiene tan interiorizada su condición de estorbo
social que los reveses de la vida le hacen exclamar: “¿Adónde voy yo ahora con
cincuenta años?” O con sesenta, o con setenta. La secuoya no tiene estos
problemas. Cada año, su tronco suma un anillo más y su aspecto es más
imponente. Es una ventaja, no hay duda. Si los seres humanos nos hiciéramos más
altos y más fuertes con el paso del tiempo, nos costaría menos entender que
hacerse viejo es también una forma de crecer por dentro, en sabiduría, y que
nunca se detiene. Que a nuestra pequeña escala, de animalillos algo acelerados,
también podemos ser unos viejos admirables. Como las benditas secuoyas.
viernes, 28 de diciembre de 2012
viernes, 21 de diciembre de 2012
ARMAS DE FUEGO (21/12/2012)
Una semana después de la masacre de Newtown, el mundo
sigue preguntándose cómo es posible que la sociedad estadounidense, tan
práctica y civilizada en otros órdenes de la vida, permanezca ciega ante una
realidad tan evidente: que su relación con las armas de fuego es enfermiza y
altamente peligrosa. Para intentar justificarla se recurre al espíritu de
frontera, que dicen forjó la nación norteamericana, pero el argumento no me
convence: aquí no hubo indios cherokee pero sí bandoleros en Sierra Morena, y
hace tiempo que dejamos de tener un trabuco colgado en la pared. Contra lo que
pueda parecer, matar no es fácil. Requiere una voluntad fuerte que, vencidas la
religión o la moral, supere los dos obstáculos que la naturaleza interpone en
defensa de la vida: una repugnancia innata ante la contemplación de la muerte
ajena, y el instinto de supervivencia que hace temer al agresor que el atacado,
al defenderse, le inflija la propia. Matar tampoco es fácil en tiempo de
guerra, aunque se cuente con la valiosa ayuda de las armas de fuego; para salir
de la trinchera a exponerse a las balas y a la metralla, la voluntad del
soldado debe recurrir al patriotismo o al temor al pelotón de fusilamiento.
Aquí surge el meollo de la cuestión. Introducir armas de fuego – ¡diseñadas
para la guerra! – en un medio social pacífico, tiene consecuencias
devastadoras. Todos los mecanismos de seguridad previstos por la naturaleza
saltan por los aires. Con un arma en la mano, cualquier voluntad débil,
cualquier tarado, se siente poderoso e invencible. Un solo empujoncito del dedo
índice, en un suspiro, y te cargas a veintisiete. Otro empujoncito, encañonando
a la sien, y escapas a las consecuencias. Demasiado fácil. Demasiado evidente. Seguir
permitiéndolo, amigos norteamericanos, demasiado estúpido.
viernes, 14 de diciembre de 2012
ORTOGRAFÍA (14/12/2012)
Las reglas de ortografía no pertenecen a ningún texto
sagrado. Que una palabra se escriba con b o con v, depende de la decisión más o
menos arbitraria de las autoridades de una comunidad parlante, tratando de
conseguir la uniformidad estética y sonora en el uso de la lengua. Cuando
Miguel de Cervantes escribía que su “Quixote” era hombre de “rozín” flaco y
galgo corredor, no estaba cometiendo faltas de ortografía; sencillamente, la
ortografía no existía como tal. Hubo que esperar al nacimiento de la Real Academia de la Lengua para que cada
españolito dejara de escribir como le viniera en gana. A la vista de esta
explicación, podría concluirse que la epidemia ortográfica que azota a nuestros
jóvenes no es algo demasiado preocupante, sino una manifestación transgresora
–como el botellón o el hip-hop – de su libérrima condición. Grave error. Las
faltas de ortografía no son una enfermedad pero sí son un síntoma; un síntoma
de que el que las comete no ha leído lo suficiente. Muchos padres no entienden
que la lectura no es un capricho intelectual, ni un entretenimiento alternativo
a estar todo el día jugando a la
Play. Para un niño, aprender a leer bien -es decir, a la
suficiente velocidad y comprendiendo lo que lee- es tan importante para su
futura capacidad mental como la leche materna lo fue para formar su hígado, su
corazón y sus extremidades. Por esta razón, y no para tocarnos la moral,
algunas instituciones internacionales realizan periódicos exámenes de compresión
lectora en los distintos países. Esta semana, el informe PIRLS, que no decía
nada del catalán o la religión en las escuelas, situaba a los alumnos españoles
entre los peores de Europa. La próxima reforma educativa también tratará de
resolver el problema. No lo apuesten todo a que lo consiga. Por si acaso, hagan
que sus niños lean.
viernes, 7 de diciembre de 2012
CASABLANCA (07/12/2012)
Se han cumplido setenta años de su estreno, y continúa
siendo una de las películas más memorables de la historia. Filmada durante la
II Guerra Mundial, “Casablanca” estaba a
medio camino entre el drama romántico y la cinta propagandística – mezcla de
géneros que suele conducir al desastre – y era una más entre los centenares de
películas que salían cada año de la factoría de Hollywood. Aspiraba, en
principio, a no perder dinero; luego, si sonaba la misteriosa flauta de la
inspiración, a hacer negocio. Y sonó, vaya si sonó. Como es sabido, cumplió todos
sus objetivos con creces, pero durante su realización fueron tantos los
contratiempos, que muchos dudaron de que llegara a estrenarse. Hubo cambios de
guionistas, de director, y se comenzó el rodaje con el guión inacabado; los
actores se paseaban por el plató tratando de averiguar cómo acababa la película,
pero nadie lo sabía. Humphrey Bogart andaba enfurruñado porque era cinco
centímetros más bajo que Ingrid Bergman, y le obligaban a llevar alzas y
almohadones. Los problemas presupuestarios hicieron que el avión de la mítica
escena final fuera de cartón, y tan pequeño, que hubo que contratar a actores
enanos para que no se notara. La lista sería inacabable. “Casablanca” fue un pequeño
milagro y la historia de su realización es casi tan inspiradora como la de
Rick, Elsa y compañía; historias de lucha contra la adversidad con final feliz,
de esas que hacen falta a carretadas en los miserables tiempos que vivimos. Hoy
los malos no son los nazis, ni los ejecutivos del estudio que quieren enredarlo
todo, pero la actitud debería ser la misma: sacrificio, coraje y a no
desfallecer aunque parezca que el mundo esté a punto de acabarse. Aunque haya
que cambiar de director y guionista. Aunque nadie tenga muy claro cómo va a
acabar esta película.
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