La maldita enfermedad le había consumido de tal
modo, que la muerte se ha presentado con aires de libertadora. Adolfo Suárez ha
muerto, homenajeado y querido como nunca. La reacción de la sociedad, unida en
su afecto hacia un hombre público como poquísimas veces lo ha estado en la
historia, ha dejado al descubierto algunas realidades inesperadas. ¡Todavía es
posible que el pueblo español sienta admiración por un político! Los de su
clase habrán sentido una mezcla de esperanza y congoja. Esperanza, porque el
ejemplo de Suárez demuestra que se puede gobernar en tiempos muy difíciles,
beber a continuación el amargo cáliz de la derrota, y acabar la vida aclamado
por las multitudes que finalmente reconocen el sacrificio de una vida entregada
al bienestar de los ciudadanos. Ahora viene la congoja. Estoy seguro de que, al
ver la reacción popular, más de uno se habrá preguntado si su legado político
será merecedor algún día de una despedida tan solemne y sentida. Parece
difícil. Adolfo Suárez ha sido el Kennedy español, se repetía en muchos medios
de comunicación. A la comparación no le falta sentido, pero tampoco su parte
odiosa, como a toda buena comparación que se precie: la vida personal de Suárez
fue mucho menos turbulenta que la de JFK y su periplo político tuvo un final
menos trágico pero mucho más amargo. Fue atacado con saña por sus enemigos
políticos y muchos de sus camaradas acabaron dándole la espalda. También los
votantes. Todos ellos han pasado por delante de su féretro en el momento de la
despedida. Hoy nadie duda de que su valentía, su talento y su poder de
convicción durante los dramáticos días de la transición, fueron decisivos para
guiar a España hacia la democracia y la reconciliación. Ha muerto Suárez. El
político español más importante del siglo XX. Descanse en paz.
viernes, 28 de marzo de 2014
viernes, 21 de marzo de 2014
AFRICANOS (21/03/2014)
Si vinieran a quemar cosechas, a violar a las
mujeres y a vendernos a todos como esclavos, la situación sería preocupante
pero de solución extremadamente sencilla: cuando asomara el primer grupo de
subsaharianos por el monte Gurugú, el glorioso ejército español les recibiría a
cañonazo limpio, la sociedad aplaudiría y las banderas rojigualdas ondearían en
los balcones como si hubiéramos ganado otra vez el mundial de fútbol. Pero los
miles de desharrapados que aguardan al otro lado de la valla de Melilla no
vienen a invadirnos. Quieren cosas sencillas y pacíficas: trabajar, ganar un
sueldo y tener una familia. Esto convierte a la situación en relativamente
menos preocupante pero de solución dificilísima. Por un elemental sentido de la
humanidad, el cañonazo queda descartado. ¿La pelota de goma? Ya empiezo a
sentir como el terreno se hace blando bajo mis pies. Vamos a ver, cuando mil
tíos corren hacia la valla gritando y tirando piedras como panes, algo habrá que
hacer, digo yo. Quizá no más de lo que haría un policía antidisturbios cuando
una manifestación se sale de madre en una ciudad española, pero tampoco menos.
La frontera, por muy antipático que resulte, debe regularse y protegerse. La
otra cuestión es qué podríamos hacer los europeos para ayudar al desarrollo de
los países africanos de origen y contener esta marea. Es obvio que mucho más de
lo que hacemos. En el terreno económico, hay que fomentar inversiones y
acuerdos comerciales; en el político, apoyar a gobiernos democráticos que
espanten la corrupción y el extremismo. En definitiva, hay que mojarse, y con
la cartera por delante. Dentro de poco, mirar hacia otro lado – especialidad
europea por excelencia - ya no valdrá de mucho. Porque vendrán por todas
partes. Y no habrá valla lo bastante alta para detenerlos.
lunes, 17 de marzo de 2014
TRASNOCHADORES (14/03/2014)
A los españoles siempre nos ha costado irnos a la
cama. A dormir, se entiende. Según una reciente encuesta, una cuarta parte de
la población sigue enganchada a la televisión más allá de las doce de la noche.
Me temo que la culpa no es de las series ni de los concursos de talentos. Antes
de que se inventara la tele, el español ya se quedaba en el café hasta las mil,
charrando de lo divino y de lo humano, conspirando, dando palmas o lo que se
terciara; lo llevamos en el ADN. A los extranjeros, como es lógico, este
carácter trasnochador les parece de lo más exótico. El mes pasado, el New York
Times titulaba: “España, la tierra de las cenas a las 10 de la noche, se
pregunta si es el momento de cambiar”. Sorprendentemente, el texto no caía en
los tópicos habituales. En efecto, aquí ya nadie duerme siestas de tres horas y
aquello de que somos un país de baja productividad se encargan de desmentirlo
las estadísticas de la Unión Europea. La verdadera raíz del problema, y así lo
destacaba el artículo, está en la irracionalidad de nuestros horarios. ¡El
español se va tarde a la cama porque quiere vivir! Y parece ser que entre el
trabajo, el almuerzo, la parada para comer y el
qué-pasa-con-el-jefe-que-no-tiene-casa-o-qué, la vida no empieza hasta las
diez, cuando el resto de los europeos ya está chafando la oreja. El New York
Times señalaba que los políticos españoles se lo toman muy en serio, porque una
comisión parlamentaria ya estaba estudiando el tema. Jo, jo, jo. Cómo se nota que son de Cincinnati o de Wisconsin.
Si fueran de por aquí sabrían que una comisión de políticos españoles no se
crea para tomar decisiones; está para aplazarlas indefinidamente. Algún día
cambiaremos y nos iremos pronto a la cama como los niños buenos europeos. Pero
sin forzar. Pongamos... ¿qué tal el siglo que viene?
viernes, 7 de marzo de 2014
HIPOCRESÍA (07/03/2014)
Fiel a la tradición bianual, la sociedad española
se escandaliza estos días al conocer los resultados de la encuesta estatal
sobre el uso de drogas en estudiantes de secundaria. ¡Resulta que los chicos beben!
Tengo para mí que todos estos aspavientos que se airean en artículos de prensa
y entrevistas a expertos en televisión, tienen mucho de hipocresía. Después de
todo, los chavales se esconden poco; no es difícil verlos cargados de bolsas de
supermercado un viernes por la tarde, camino de algún lugar discreto. Luego, de
regreso a casa, tampoco hace falta ser un Perry Mason para detectar si tu hijo
o tu hija han bebido alcohol. ¿Tres de cada cuatro menores lo han hecho en el
último mes? Bueno, pues quizás no debería sorprendernos tanto. Lo que sí llama
la atención es que muy pocos creadores de opinión reflexionen sobre la nula
efectividad de la prohibición absoluta de consumo de alcohol a menores puesta
en marcha en los últimos años – antes la edad legal se fijaba en los 16 – y de
los efectos perversos que provoca: se expulsa a los más jóvenes de los bares y
se les empuja a beber en parques y aparcamientos, donde es mucho más fácil caer
en el exceso. Hacer botellón lo llaman, aunque la Real Academia de la Lengua,
en un acto reflejo de esa hipocresía generalizada, no se dé por enterada.
Personalmente, creo que es mucho más coherente permitir el consumo de alcohol a
partir de los 16 años - aunque solo sea de vino y cerveza, como hacen en
Alemania - que empeñarse en una prohibición que ni se cumple ni se hace
cumplir. ¿Con qué fuerza moral se prohibe beber a un joven de 16 años cuando el
mismo sistema legal le permite trabajar, casarse o incluso abortar? Educar es
una tarea difícil, que exige tiempo y esfuerzo. Prohibir es fácil. Lo que no
está demostrado es que siempre sirva para algo.
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