La vida
está llena de injusticias. Todo ser humano, hasta el más afortunado, está
condenado a pasar por ellas. Sus méritos serán ignorados o usurpados, y se le
adjudicarán culpas que no le corresponden. Pero la vida también es una cuestión
de grados. Hay pequeñas injusticias, injusticias medias e injusticias de
proporciones épicas, que se hacen difíciles de soportar hasta para quienes no
las han sufrido directamente. Una de estas últimas le cayó en desgracia al
infeliz de Alan Turing. Matemático genial, Turing fue reclutado a los 28 años
por la inteligencia británica para tratar de vencer a Enigma, la máquina de
cifrado que usaban los nazis para codificar sus mensajes en la Segunda Guerra
Mundial. Contra todo pronóstico lo logró, dando a los aliados la victoria en la
batalla más decisiva y desconocida de toda la guerra. Se estima que la duración
del conflicto se redujo en dos años gracias a la hazaña del matemático. Sin
embargo, Turing jamás recibió un reconocimiento público porque Enigma fue
materia clasificada hasta muchas décadas después. En 1952 fue procesado por
homosexualidad y se le presentó la alternativa de ir a prisión o someterse a
castración química. Eligió esta última opción y las inyecciones de estrógenos
le produjeron graves alteraciones físicas. Dos años después, se suicidaba comiendo
una manzana inyectada de cianuro. Por suerte, algunas de las más grandes
injusticias sí que llegan a repararse. El reconocimiento masivo de sus
aportaciones a la causa aliada y a la ciencia informática ha llegado por fin a
Alan Turing. Su trágica historia llena hoy libros, obras de teatro y películas
de éxito. Hasta la reina de Inglaterra le ha absuelto recientemente de su
"crimen" homosexual. Me gusta pensar que la justicia acaba venciendo
siempre. Aunque sea con 60 años de retraso.
viernes, 16 de enero de 2015
viernes, 9 de enero de 2015
TODOS SOMOS CHARLIE (09/01/2015)
Las
revistas satíricas aplican una de esas reglas básicas del humor que rara vez
falla: cuanto más en serio se tome a sí misma una institución o una persona,
más fácil será reírse de ella. No es extraño, por tanto, que las religiones o
las más solemnes instituciones del estado, como las monarquías, sean blanco
frecuente de sus viñetas irreverentes y cargadas de retranca. Dependiendo del
sentido del humor del burlado o de si el dibujante ha llegado a cruzar la línea
invisible que separa la mofa del insulto, – terreno fronterizo que debe
frecuentar cualquier revista satírica que se precie – la cosa puede acabar en
los tribunales, con una multa, o incluso con el secuestro de la publicación,
medida que los jueces aplican muy excepcionalmente y que es hoy tan inútil como
trasnochada. Así funcionan las cosas en las democracias civilizadas. Los
fanáticos tienen un modus operandi muy distinto. Se enfundan un pasamontañas,
agarran un kalashnikov y se plantan en la redacción de la revista para asesinar
a sangre fría a sus dibujantes, a los que sorprenden con los lápices en la
mano. Necesitados de oírse a sí mismos justificando su atrocidad, abandonan el
lugar al grito de Alá es grande, hemos vengado al profeta. El Charlie Hebdo, el
semanario parisino que fue ayer objeto del atentado terrorista más sangriento
en suelo francés en décadas, ya lo proclamó en una portada reciente: hay que
compadecer al profeta por tener a seguidores de esta calaña. Y compadecer a millones
de musulmanes pacíficos que han visto su religión manchada por la ignominia.
Europa entera debe estar más unida que nunca en defensa de sus libertades y de
un modo de vida que tantos siglos de lucha nos costó conseguir. Ayer en París
se cometió un crimen doloroso y absurdo. Hoy todos somos Charlie.
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