La del pobre Victor Barrio ha sido la primera cogida mortal de un torero
español en más de treinta años. Una verdadera fatalidad. Porque siendo uno de
los oficios más peligrosos del mundo, en el que la muerte ronda al torero desde
que pisa la arena de la plaza – precisamente, en ese emocionante coqueteo
reside el alma de la fiesta - rara vez ésta
se cobra su tributo. El toro debe morir siempre. El torero debe vencer a la
bestia. Este ha sido el guión de las corridas de toros durante siglos, y cuando
no se cumple y el matador muere, todo el universo de la tauromaquia se
tambalea. En el fondo, es un gran fracaso. Nadie acude a la plaza en una tarde
festiva, con música de charanga y una faria en la boca, para contemplar en
directo cómo los cuernos de un animal salvaje desgarran el corazón de una
persona. ¿Qué clase de espectáculo es ese? Creo que el aficionado taurino de
otra época era más consciente de la presencia de la muerte y entendía mucho
mejor la fiesta; después de todo, la muerte le acechaba en cada esquina. Su
actitud en la plaza era más apasionada pero bastante menos festiva. Hoy las
corridas de toros no las entiende casi nadie. Los mismos toreros, a lo sumo. Porque
la muerte y el sufrimiento no van con nosotros. Les hemos declarado la guerra y
los combatimos con eficacia desde la medicina, una ciencia que ya no acepta
fronteras y que aspira a la inmortalidad. Tampoco deseamos el sufrimiento del
animal. Hoy sabemos que nuestros cuerpos comparten la misma materia prima y que
solo nos diferencian sus combinaciones. Hasta sus más convencidos partidarios
deberían saber que la fiesta está tocada de muerte. Y que la muerte no la
salvará. Menos aún la de un hombre joven, con el corazón partido, que nos deja amargura
y una certeza cada vez mayor: que esta tragedia se está quedando sin sentido.
viernes, 15 de julio de 2016
jueves, 14 de julio de 2016
EN PELOTAS (08/07/2016)
A Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, le va la marcha. Aunque cuente
las cosas con una suavidad exquisita, como si fuera una abuelita inofensiva
rodeada de nietos al calor de la lumbre, estoy convencido de que, en el fondo,
le encanta meter el dedo en el ojo de Esperanza Aguirre, su más enconada
enemiga. El último encontronazo ha surgido de la petición de una asociación
naturista de celebrar en las piscinas públicas madrileñas “El día sin bañador”.
Doña Manuela, que se confiesa adicta al “sí”, ha acogido favorablemente la
propuesta pero trasladando la decisión definitiva – léase, el marrón - a los
distritos respectivos para que se pronuncien. Hasta hoy solo lo ha hecho el de
Puente de Vallecas, con una lógica prudencia: el perfil de los usuarios no
aconseja autorizar el día sin bañador. Confieso que no soy un naturista
convencido. Mi buen amigo Carlitos me dice que tengo que probarlo, que la
sensación de libertad es maravillosa, pero no veo el momento. Como buen
polemista, me interesa más el debate alrededor de los límites del nudismo.
Límites, sí, sin que el hecho de establecerlos equivalga a “criminalizar el
cuerpo”, como afirma melodramáticamente el representante de la citada
asociación naturista. El despelote privado me parece respetabilísimo. El
público presenta algunos inconvenientes. Siempre que exista una demanda
suficiente y contrastada, y exista posibilidad material de hacerse, no veo
problema en habilitar lugares públicos para el naturismo. Como en algunas
playas. ¿Y en las piscinas municipales? Creo honestamente que el derecho a no
ver en pelotas a mis vecinos del 3º - un matrimonio de mediana edad,
simpatiquísimos – prevalece sobre la afición de una minoría a caminar con todo
al aire. Que seguro que tiene su cosa, que no lo niego. Pero respetando la
sensibilidad del prójimo.
viernes, 1 de julio de 2016
EL BUENO, EL FEO, EL MALO… Y RAJOY (01/07/2016)
Tras las elecciones generales del 26J, la escena política española se
parece cada vez más a un spaguetti-western. Suenan las trompetas del maestro
Morricone, silba el viento y las capitanas cruzan dando tumbos la Carrera de
San Jerónimo. Aquí va a haber tiros, más tarde o más temprano, lo que ocurre es
que algunos tienen más balas que otros. ¿Quién es el bueno, el feo y el malo?
Siéntanse libres de distribuir los papeles según sus preferencias. Porque el
verdadero protagonista de la película se llama Mariano Rajoy Brey. Sobre los
hombros del más gallego de los presidentes de nuestra historia ha recaído la
responsabilidad de arreglar este desaguisado, de poner fin, con su retirada, a
la parálisis que ha tenido huérfana de un gobierno estable a la sociedad
española durante, por lo menos, seis meses. Sus partidarios insisten en que es
él quien ha ganado las elecciones y que debe seguir en la Moncloa. ¿Están
verdaderamente seguros? En febrero, la mitad de los votantes del PP afirmaba
que no querían a Rajoy como candidato; en junio, antes de las elecciones, el
57% declaraba que el presidente en funciones debería dar un paso atrás si así
facilitase la formación de un gobierno. En esas estamos. Aunque la campaña
mediática pro-Rajoy arrecia estos días como nunca, no puede empañar dos tozudas
realidades. La primera, que no puede invocarse ningún principio legal o
político para forzar a otros partidos a posibilitar un gobierno de Rajoy con
sus votos positivos o abstenciones. La segunda, que a España le conviene un
nuevo presidente. Alguien que deje atrás la corrupción y que insufle una nueva
esperanza a los españoles de toda condición. Se respira una calma tensa. El
duelo final está a punto de empezar. Alguien tendría que insinuar a Rajoy que
debería pasar a otro las cartucheras.
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