Nunca había visto tantas banderas españolas colgadas en
los balcones. No está claro si han quedado allí olvidadas después de la euforia
futbolera de la Eurocopa,
humilladas como los adornos de navidad en pleno verano, o si sus propietarios
las han dejado con la esperanza de celebrar alguna medalla olímpica o para
contribuir a rebajar la prima de riesgo demostrando a los mercados que España
no se rinde. No parece probable que un analista de riesgos de deuda soberana se
dé una vuelta por mi barrio, pero cosas más raras se han visto. En estos días,
la contemplación de los símbolos patrios despierta en mí sentimientos
contradictorios. En primer lugar, alegría, al comprobar que aún existen
conciudadanos que celebran pertenecer a esa comunidad llamada España, por
encima de diferencias políticas y regionales. Me siento español por muchas
razones, racionales y emocionales. A lo mejor, también, porque no puedo ser
otra cosa. En todo caso, no me apetece renunciar a ser parte de ese pequeño
grupo de 46 millones de personas – el 0,67% de la población mundial – que
hablan mi misma lengua y a quienes no tengo que explicar demasiado quién era
Gregorio Peces-Barba (q.e.p.d.) o que “pecadorrr” es el grito de guerra de un
humorista llamado Chiquito de la Calzada. Sin embargo, al ver las banderas
rojigualdas en estos tiempos de crisis apocalíptica, cuando el mundo entero
mira a España con desconfianza, tampoco puedo evitar un ataque de melancolía.
Para solucionar nuestros problemas se habla de revolución, de más Cataluña, de
más Europa. Casi nadie habla de cerrar filas, de no ceder al particularismo, de
ser España. Solemos olvidar que para el resto del mundo no somos socialistas,
populares, funcionarios o catalanes. Somos simplemente españoles. Que no
tengamos que caer en el precipicio para recordarlo.
viernes, 27 de julio de 2012
viernes, 20 de julio de 2012
EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA (20/07/2012)
Se le tuvo que pasar por la cabeza, forzosamente. Sobre la
tribuna del Congreso, a punto de recitar la lista maldita con las medidas de
ajuste más duras de la historia de la democracia, Mariano Rajoy tuvo que
revivir ese momento, como el flashback de una película que protagonizó solo
unos meses atrás. Él era el flamante jefe de la oposición y el primer escaño
azul lo ocupaba un presidente de rostro descolorido, superado por una situación
económica que entonces se antojaba dramática... ¡Qué sabíamos entonces de
dramatismo! Antes de anunciar los recortes que iban a cabrear a medio país y a
atemorizar al otro medio, el ahora presidente Rajoy quizás musitó entre
dientes: “Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras”.
Y debió recordar las que pronunció en esa misma tribuna cuando el gobierno de
Zapatero subió el IVA, empujado por las angustias financieras que no han dejado
de crecer desde entonces: “Un disparate, un sablazo de mal gobernante, inútil,
injusto...” Creo que, a estas alturas, casi nadie discute que el gobierno
socialista gestionó la crisis con extraordinaria torpeza pero, siendo justos,
habría que dejar también sentado que la oposición del Partido Popular fue
devastadora, desleal y poco patriótica. ¿Sabrán los partidos políticos extraer
alguna enseñanza de toda esta zozobra? El espectáculo de la diputada/hija de
papá Andrea Fabra jaleando a su jefe cuando anunciaba el recorte a los parados
– “¡Muy bien, muy bien!” – y rematándolo con un muy poco enigmático “¡Que se
jodan!”, me ha sumido en la vergüenza y la indignación. Sospecho que al mismo
Rajoy también. ¡Qué tragedia es que la sensatez nos venga cuando ya pasó el
tiempo de poder emplearla! Rajoy sería hoy un magnífico jefe de la oposición,
pero los dioses le han reservado un destino más cruel: ser el caballero de la
triste figura.
viernes, 6 de julio de 2012
BOSÓN DE HIGGS (06/07/2012)
El miércoles a media mañana saltaba la noticia a las
pantallas de los ordenadores. Grandes titulares en los periódicos más
importantes del mundo lo anunciaban a bombo y platillo: descubierto el bosón de
Higgs, la partícula de Dios, la clave de la compresión de nuestro universo...
Casi me caigo de la silla. Por un momento creí que habíamos conquistado la
inmortalidad, que me volvería a crecer el pelo, que el cáncer solo existiría en
los horóscopos, qué se yo. Desgraciadamente, la ilusión duró poco. Leyendo la
letra pequeña, uno llegaba a la desoladora conclusión de que el bosón de Higgs,
además de ser el descubrimiento más revolucionario de la física moderna, clave
de bóveda de la estructura de la materia y unas cuantas cosas más, no servía
para nada concreto. Es decir, que hoy viernes seguimos con el culo al aire, como
el martes, pero un poco más confusos. No se me entienda mal. No soy tan botarate
como para renegar de la física, por muy abstrusa y cuántica que sea. Admiro a
Higgs y a todos los científicos que exprimen sus cerebros a la caza de esos
conceptos tan complejos, y les brindo todo mi apoyo. Que es algo más que moral,
por cierto, porque el dinero de mis impuestos nutre en parte esas costosísimas
infraestructuras llenas de tubos que aparecen en la televisión. Pero, por
favor, bajemos todos un poquito el pistón del triunfalismo, para no generar
falsas expectativas. En estos días se han escrito tantos artículos arrogantes e
incomprensibles sobre el tema que, o nos dan un curso acelerado de física para
entender algo, o le acabaremos dando la espalda, avergonzados de nuestra
cortedad mental, refugiados en el fútbol o en el festival de Eurovisión, que es
la única competición internacional que se nos resiste. Y es que desde Massiel
han pasado ya un porrón de años. A por ellos.
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