Durante mis largos años de aprendiz de diplomático, recité
muchas veces la lista de las líneas maestras de la política exterior española:
Europa, Iberoamérica, China, mundo árabe, americanos del norte y aliados de la OTAN... y Gibraltar.
Resumiendo, buen rollito y relaciones amistosas y de cooperación con todo
quisqui, menos con los del Peñón. En la recuperación de Gibraltar, esa
minúscula extensión de 6
kilómetros cuadrados que los británicos consiguieron
arteramente en el Tratado de Utrecht de 1713, empeñamos los españoles todo el
ardor guerrero y los afanes de reconquista que nos quedan. Que, por suerte, no
son muchos. En realidad, en lugar de recuperación, la diplomacia hispana habla
de retrocesión, que es una forma fina de dar a entender que tampoco estamos
dispuestos a emprenderla a cañonazos por el asunto, y que más bien aspiramos a
que nos lo devuelvan, así, por las buenas. Los británicos contestan
educadamente: “oranges from China”, y así llevamos casi 300 años. El conflicto
gibraltareño es una de esas cosas que uno no entiende cuando es joven, y confía
en llegar a entender cuando se haga mayor; sin embargo, pasan los años, y un
asunto menor al que se le da una importancia desproporcionada sigue siendo...
pues eso, algo que no merecería figurar en la lista de prioridades de la
política exterior, ni enturbiar nuestras relaciones con el Reino Unido de la Gran Bretaña. En
estos días, un conflicto pesquero con las autoridades del Peñón ha vuelto a
tensar las relaciones entre los dos países, hasta llegar a provocar la
cancelación de un viaje de la
Reina Sofía a Londres. Medida impolítica, desproporcionada y
poco práctica, en mi opinión. Después de todo, en diplomacia española, nunca
pasé de aprendiz.
viernes, 25 de mayo de 2012
viernes, 18 de mayo de 2012
LA BURBUJA (18/05/2012)
Era redonda, irisada y transparente, y en su interior se
amontonaban promociones inmobiliarias: pisos, chalets, pareados, estudios,
casas, apartamentos en la playa, en la montaña o a media ladera. Si nos
hubieran dejado, los españoles habríamos construido hasta en la luna. Ya estoy
viendo los folletos: “Adosados en el Mar de la Tranquilidad, primera
línea de playa”. Alguien conocería a un primo del concejal que se lo comentaría
al alcalde y la recalificación sería cosa hecha... Aquello era una burbuja
inmobiliaria más peligrosa que una bomba de tres kilotones, pero todos nos las
arreglamos para mirar hacia otro lado y mantener las apariencias. El final de
la historia es bien conocido: las casas se dejaron de vender, la economía dejó
de crecer, muchos créditos hipotecarios se dejaron de pagar, y el mundo entero
dejó de creer en ese país simpático y festero llamado España. Las consecuencias
son dramáticas. Cientos de miles de personas tienen que arrostrar decisiones
económicas erróneas – créditos asfixiantes que ya no pueden pagar – al coste de
perder el techo bajo el que vivir. ¿Qué hacían los políticos mientras esta
tragedia se mascaba? Cuando el precio de la vivienda comenzó a dispararse, el
presidente Aznar declaró que era porque alguien podía pagarlo. España iba bien.
En 2004, el ministro Solbes rechazaba las advertencias del FMI: “No existe
ningún riesgo de burbuja”. Con la catástrofe encima, uno podría esperar de
ellos algo de humildad y autocrítica. De algunos políticos, mejor hacerlo
sentado: hace dos días, Esteban González Pons, Vicepresidente de Estudios y
Programas del partido gobernante, declaraba que “la burbuja inmobiliaria fue
algo bueno, de lo que no hay que arrepentirse”. Yavhé, ¿qué hemos hecho para
merecer esta plaga? Preferimos una de ranas. O de langostas.
viernes, 11 de mayo de 2012
INVERTEBRADOS (11/05/2012)
Dice Ortega y Gasset en su famoso ensayo “La España invertebrada”, que
la calidad de una nación depende de la cantidad de hombres superiores, modelos
de conducta moral e inteligencia, que es capaz de producir, y de la docilidad
con que el pueblo llano acepta su ejemplo y progresa gracias a él. España,
decía el filósofo para explicar nuestra debilidad histórica frente a otras
naciones europeas, se ha caracterizado por contar con una reducidísima clase de
individuos sobresalientes, y por el desprecio que el pueblo siempre les ha
dedicado. Por expresarlo en un lenguaje colegial que todo el mundo entenderá:
en las aulas hispánicas ha habido siempre mucha morralla y poco empollón – el
empleo de este último término ya lo dice todo – ; el inteligente ha tenido que
ser, además, discreto, para no dejar en evidencia a sus compañeros, y
conformarse con ser un bicho raro para no recibir una diaria ración de
collejas. Comprendo que para la pacata mentalidad actual, todo eso de los
individuos superiores y de la ejemplaridad haga levantar ronchas, pero estarán
conmigo en que, en estos tiempos de zozobra, necesitamos más que nunca hombres
y mujeres por encima de la media, no solo en calificaciones académicas, sino en
valores morales como el esfuerzo, la valentía o la honradez. Estoy seguro de
que los hay, y en cantidad. El problema es que no siempre son lo bastante
visibles – el pueblo prefiere saber qué hace en su tiempo libre Belén Esteban,
al pensamiento de Valentín Fuster-; o que sectores de vital importancia como la
política o la banca, casi nunca escogen a los mejores. Así nos luce el pelo
últimamente. 90 años después, me pregunto qué diría Ortega de la España actual. Quizá se
asombraría de lo poco que hemos cambiado en ciertas cosas. De lo invertebrados
que seguimos siendo.
viernes, 4 de mayo de 2012
UN MONSTRUO EN EL PARAÍSO (04/05/2012)
Si el cuadro El Grito hubiera sido pintado por un artista
noruego actual – los mismos colores, las mismas líneas ondulantes, la misma
cabeza con forma de bombilla de rasgos alienígenas – es más que probable que
nadie habría pagado un euro por él. O a lo mejor sí. Quizás en un mercado
callejero de Oslo, una mañana soleada de domingo, un civilizado y rubicundo
noruego regatearía magnánimamente con su autor por unos pocos cientos de
coronas. Espero que el anónimo comprador que ayer pagó 91,2 millones de euros
por el cuadro no lea estas líneas. Estará en plena resaca tras el dispendio -
¿Dios mío, pero qué he hecho? – o en medio de una agria disputa conyugal - ¿Has
perdido el juicio? ¿Cómo vamos a pagarlo? – y no quisiera agobiarle más de la
cuenta. Creo que puede estar tranquilo; el mercado del arte nunca entrará en
razón y seguirá pagando obscenas cantidades de dinero cuando sus hijos, después
de la consabida disputa hereditaria, vuelvan a sacar la obra a subasta dentro
de pocos años. De alguna forma, aunque nadie lo diga, todo el mundo admite que
El Grito no vale 91,2 millones por sí mismo, sino porque lo pintó un individuo
algo desequilibrado llamado Edvard Munch en 1893. El auténtico mérito de El
Grito proviene del hecho de que su autor, en esa Europa rebosante de confianza
en la que vivió, no tenía ningún motivo aparente para pintarlo. Munch fue un
visionario, mientras que ese pintor moderno que trata de vender hoy sus cuadros
en la soleada mañana de Oslo, es un vulgar retratista: le sobran los motivos
para gritar con sus pinceles. Noruega sigue conmocionada por la matanza del
pasado mes de julio, cuando un monstruo llamado Anders Breivik acabó con la
vida de 77 personas. Munch sintió el grito silencioso, la angustia, la falta de
respuestas, con un siglo de anticipación. Por eso pintó una obra maestra.
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