Si Agustina, Casta y Manuela pudieran leer esta columna, la
sola visión del título les haría temblar de rabia, tanto, que los mismos
cimientos de la capilla de las heroínas de los Sitios, en la iglesia del
Portillo de Zaragoza, se tambalearían. Afortunadamente, el paso inexorable del
tiempo, que tanta angustia produce a nuestras pequeñas e insignificantes vidas,
tiene un efecto balsámico para las heridas morales que las guerras han
inflingido a los pueblos desde que el mundo es mundo. Como resultado,
doscientos ocho años después, sería difícil encontrar un rastro de rencor
contra el invasor francés en las calles de Zaragoza o de cualquier otra ciudad
o pueblo aragonés golpeado por aquella infausta guerra.
Junto a un pasado más o menos tormentoso, aragoneses y
franceses compartimos también un presente del que jamás podremos escapar: una
coordillera de belleza grandiosa que nos sirve de frontera natural. ¿Qué sería de
Aragón sin los Pirineos? Probablemente no existiríamos. Sin el cobijo de las
tierras altas, los cristianos no habrían podido fundar un reino, y es fácil
pensar que la frontera francesa habría llegado hasta la misma orilla del Ebro. La
Virgen del Pilar, ¿francesa? Como sigamos por este camino, Agustina y las demás
no se conformarán con removerse en sus tumbas; a lo mejor acaban cobrando vida
para encorrernos. La cuestión es que los Pirineos, solar fundacional de la
identidad aragonesa, han sido también una barrera formidable para los intercambios
económicos y culturales entre los dos pueblos. Y lo siguen siendo. Por
increíble que parezca, mil años de convivencia no parecen suficiente argumento
para que los gobiernos de uno y otro lado se pongan de acuerdo en la
construcción de una vía moderna de comunicación entre ambos territorios. El
ferrocarril de Canfranc fue un bonito intento. El túnel carretero de Somport se
ha quedado como una broma pesada: una infraestructura moderna que desemboca en
una carretera del siglo XX.
Pero los tiempos están cambiando, sobre todo al otro lado de
la frontera. ¿Sabían que los franceses han bautizado a la línea férrea
Pau-Canfranc como línea Goya? Primero fueron 35 millones de euros en el tramo
Pau-Olorón. En junio de este año se reabrió el Olorón-Bedous, cerrado al
tráfico desde 1980; otros 102 millones del alerón, sufragados exclusivamente
por el gobierno regional de Aquitania del intrépido Alain Rousset. Es de
suponer la envidia que semejante exhibición de poderío presupuestario despertaría
en Javier Lambán, invitado al acto de inauguración. Quedan 30 kilómetros y 540
millones para llegar hasta Canfranc –una inversión que exige la participación
de las autoridades estatales y comunitarias – pero la primera apuesta ya está
hecha. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca este radical cambio de actitud?
Los franceses nos quieren, queridos lectores. Lo que es evidente es que no se
han gastado 137 millones para llevar un trenecito a un pueblo de 534
habitantes. Su objetivo declarado es unir Pau y Zaragoza, a la que Rousset define
como “la principal plataforma de mercancías de España”.
Esta vez va en serio. Al empeño aragonés, voluntarioso pero
lastrado por nuestra limitada capacidad de influencia en la corte, se ha unido
la potencia de una de las regiones más pujantes de Francia. La línea férrea de
Canfranc será una realidad en pocos años. Pueden ir a contarlo por ahí pero,
por favor, si pasan por la plaza del Portillo, bajen un poco la voz. Ya saben,
es por ellas. Para qué vamos a darles un disgusto.