En medio del clima de descomposición política y moral que
vive España en la última semana, casi parece un asunto menor. Pero solo lo
parece. El Consejo de Ministros ha indultado a un kamikaze que circuló cinco
kilómetros en dirección contraria por una autopista valenciana hasta chocar con
otro vehículo, causando la muerte de su conductor y heridas graves a su
acompañante. La condena de 11 años de prisión era firme - había sido ratificada
hasta por el Tribunal Supremo - y en el momento del indulto el reo solo había
cumplido diez meses. Todas las circunstancias del caso, da igual por dónde se
mire, son escandalosas. El abogado defensor del homicida ha resultado ser
hermano de un ex-secretario de Estado de seguridad y ex-subsecretario de
Justicia del Partido Popular, y en su despacho legal trabaja también el hijo
del actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, que firmó el indulto.
La familia de la víctima está, lógicamente, consternada. Miembros del propio
gobierno no han podido disimular su estupefacción por el caso, y en el Poder
Judicial el malestar es evidente. Al parecer, una petición de indulto con la
opinión contraria de la
Fiscalía y de la Audiencia Provincial,
como es el caso, no debería haber llegado ni a la mesa del subsecretario. Un
servidor tampoco lo está llevando nada bien. Junto a la indignación cívica que
me produce un asunto que apesta a abuso de poder y tráfico de influencias,
siento una profunda vergüenza personal. Porque hubo un día en que creí en
Alberto Ruiz-Gallardón y -¡ay!- dejé constancia de ello. En febrero de 2006, en
esta misma sección, escribí una columna dedicada al entonces alcalde de Madrid
que llevaba por título “El deseado”. Al releerla, siete años después, siento como
la sangre se me agolpa en la cara y me sonrojo en la soledad de mi cubil.
Tendré que vivir con ello.
viernes, 25 de enero de 2013
viernes, 18 de enero de 2013
EL HÉROE (18/01/2013)
No pudo ser un gesto premeditado. Las posibilidades de que
el atleta que llevas por delante y que se dispone a ganar la carrera se detenga
súbitamente y se ponga a saludar al público cuando aún le quedan quince metros
para llegar a la meta son tan remotas, que ningún manual de atletismo te puede
prevenir sobre una situación así. El vitoriano Iván Fernández tuvo que
improvisar. Se disputaba el cross de Burlada (Navarra) y el corredor despistado
era nada menos que el keniata Abel Mutai, medallista olímpico en Londres. Con
el corazón desbocado y las piernas doloridas tras diez kilómetros de agónico
esfuerzo, me pregunto de qué cantidad de energía disponía el cerebro de Iván
para analizar las posibilidades y tomar una decisión. Imagino que muy poca. Lo
más sencillo era no pensar, dejarse ir y adelantar a ese pobre muchacho negro
allí parado, preguntándose por qué el público le grita en ese idioma
incomprensible. Pero Iván no lo hace. Lo intenta primero con gritos -¡Sigue,
sigue! ¡Que la meta está ahí!- y luego pasa directamente a los empujones. En el
final de carrera más absurdo que la entendida afición de Burlada hubiera
contemplado jamás, Abel Mutai cruza la meta en primer lugar con cara de no
entender nada, empujado por el joven Iván, estudiante de FP aspirante a atleta
profesional, que ha renunciado a una victoria segura para no aprovecharse del
error de su rival. Todo lo que ocurre a partir de entonces es también
sorprendente. Las ondas del extraordinario gesto de deportividad de Iván
comienzan a extenderse de forma imparable; en la prensa, en las redes sociales,
por todo el mundo. Los cínicos se ablandan, los descreídos creen por un rato y
el gesto de Iván nos enorgullece a todos. Porque nos descubre que somos mejores
de lo que pensábamos. En eso consiste el oficio de los héroes.
viernes, 11 de enero de 2013
PERROS FLACOS (11/01/2013)
Podría ser el título de un libro sobre los tiempos que
vive Europa. España, sin ir más lejos, se ha convertido en un perro flaco,
flaquísimo, para el que toda realidad se ha convertido en pulga. Con un paro
insoportable, una hacienda que bordea la ruina y unos nacionalismos dispuestos
a clavarle la daga en el costado, haría un papel dignísimo en un certamen
canino de perros flacos. La competencia sería feroz, no obstante. Está el perro
griego, que es la escualidez perrificada, o el portugués, que incluso ha
renunciado a construir líneas de AVE. Y para qué hablar del perro italiano,
cuyo mejor aspirante a primer ministro dice que quiere serlo pero sin
presentarse. Quizá no estemos tan mal como pensábamos; aunque parezca
increíble, aquí en España todavía abundan los candidatos a presidente del
gobierno y seguimos suspirando por recuperar el liderazgo mundial en kilómetros
de AVE que nos arrebataron los chinos. Además de trenes pijos y rapidísimos, la
inauguración de líneas de alta velocidad nos proporciona escenas tan memorables
e improbables como la que protagonizaron esta semana Artur Mas, Felipe de
Borbón, Mariano Rajoy y Ana Pastor, atravesando Cataluña en dirección norte,
hacia El Dorado europeo de los separatistas. Aquello parecía un teatro de
marionetas en el que, en el momento más insospechado, el guiñol de Mas fuera a
sacar una cachiporra y empezar a repartir mandobles. Alguien debería haber
aprovechado la ocasión para regalarle al aspirante a estadista catalán un libro
de Historia de Europa. Así recordaría que todos los cambios políticos radicales
que en su día fueron alumbrados en medio de crisis económicas, siempre
terminaron mal. Ver el paisaje pasar a 290 kilómetros por
hora haría el resto. Así comprendería que de un tortazo a semejante velocidad
no se salva nadie.
viernes, 4 de enero de 2013
KANDINSKY (04/01/2013)
Izarbe ha empezado a ir al colegio este año. Me puedo
imaginar la mezcla de emoción y temor que sentirán todavía sus padres cuando la
vean salir cada mañana con su mochilita, camino de clase. Allí no podrán
protegerla tanto. Allí comenzará a vivir sus primeras experiencias de pequeña
persona, a aprender los códigos de comunicación, las normas, los valores... En
este caso, el tamaño liliputiense del mobiliario escolar no encaja del todo
bien con la suprema importancia de lo que ocurre en las aulas de educación
infantil; produce algo de vértigo pensarlo, pero los primeros tres años de vida
colegial marcarán en alguna medida su futuro. Hace unos días fuimos a su casa,
de visita. Antes de hacer un repaso a los juguetes de Papa Noel, Izarbe quiso
enseñarnos el trabajo que había estado haciendo en clase durante las últimas
semanas. “Kandinsky”, rezaba un gran rótulo de colores sobre el lomo de una
simpática cartera de cartulina. Durante unos instantes me pregunté de quién
sería la insensata idea de utilizar el apellido del insigne pintor ruso Vassily
Kandinsky (1866-1944), precursor del arte abstracto, para ponerle nombre a un
payasito, a una rana o a Dios sabe qué. Pronto comprobé mi error. Con una
sonrisa de satisfacción, Izarbe fue sacando de su cartera reproducciones de
cuadros de Kandinsky, ¡el artista ruso!, nacidas de su paleta colorista e
infantil. Aquí una “Composición IV”, allá unos “Cuadrados y círculos
concéntricos”. Sopla. Yo sí que me quedé a cuadros. Algunos aguafiestas se
preguntarán ahora para qué necesitan unos niños de tres años saber quién era el
tal Kandinsky. A mí me parece un acierto total. Entre otras cosas, porque
sospecho que Kandinsky se inspiró en un niño para crear el arte abstracto. Eso,
o lo inventó mientras hacía garabatos durante una clase aburrida. Feliz
colegio, Izarbe.
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