En todas partes cuecen habas. A menudo lamentamos
la incapacidad de la sociedad española para superar de una vez por todas la
guerra civil, desgraciadísimo conflicto que asoló el país hace casi 80 años y
cuyas cicatrices se estremecen periódicamente cuando alguien menta la memoria
histórica o cae en la cuenta de que el individuo que da nombre a su calle fue
un militar franquista y no el inventor de la penicilina o un virtuoso del
violín. Sin embargo, en esa dificultad para digerir acontecimientos históricos
trágicos no estamos solos. En la prensa británica ha surgido estos días un
acalorado debate sobre la conveniencia de la participación del país en... la
Primera Guerra Mundial (1914-1918) Para los españoles, esta mortífera guerra de
trincheras, barro y máscaras de gas es algo bastante lejano; en un insólito
arranque de sensatez nos declaramos neutrales y aprovechamos la coyuntura para
despegar económicamente. Para los británicos, en cambio, el trauma fue brutal.
La cifra de pérdidas humanas – 715.000 – prácticamente dobla la de la Segunda
Guerra Mundial, bombardeos nazis incluidos. Cada familia británica tiene un
abuelo que sufrió o murió a causa de la Gran Guerra. A la vista de los datos,
no es extraño que la boutade del historiador Niall Ferguson afirmando que la
entrada en guerra de Gran Bretaña en 1914 “fue el mayor error de la historia
moderna”, haya levantado ampollas. Un miembro del gobierno conservador le ha
contestado diciendo que “ciertos mitos izquierdistas sobre la Primera Guerra
Mundial solo buscan disminuir a Gran Bretaña y absolver a Alemania de su
culpa”. Como ven, la conmemoración del centenario viene calentita: fuego
cruzado entre ideologías políticas, juicios históricos, controversia.
Imagínense la que montarían si lo que se recordase fuese una guerra civil. A
veces somos demasiado exigentes con nosotros mismos. Quizás los españoles no lo
estemos llevando tan mal.
viernes, 31 de enero de 2014
viernes, 24 de enero de 2014
AGUSTÍN SANZ (24/01/2014)
A la gran mayoría de lectores, el nombre no les
dirá mucho. O quizá sí, porque siendo un apellido tan común, a lo mejor alguien
tiene un amigo o un vecino que se llama así. El Agustín Sanz del que hoy escribo
vivió en el siglo XVIII, en esa época de esplendor de las ideas llamada
Ilustración, y fue el arquitecto aragonés más grande de su tiempo. Zaragozano,
de origen humilde, pasó por todos los estadios de la profesión: primero
aprendiz, luego oficial, hasta alcanzar el grado de maestro de obras con cerca
de cuarenta años, una edad en la que la mayoría de sus contemporáneos comenzaba
el declive, dejando atrás las realizaciones más importantes de la vida.
Trabajador infatigable, las de Agustín Sanz llegaron tarde pero se prolongaron
durante tres fecundas décadas sin interrupción. El mismo día de su muerte, a
los 76 años, se desmontaban los andamios de la que fue su última obra: la
cúpula sobre el coro en el templo del Pilar de Zaragoza. Sin embargo, la historia
es caprichosa. Después de alcanzar la fama y el reconocimiento en vida, su
nombre cayó en el olvido. La mayoría de sus obras importantes se levantaron en
localidades pequeñas, y por ello han permanecido casi ignoradas por el gran
público de la capital. Entre ellas, tres en la comarca del Bajo Martín: las
iglesias de Urrea de Gaén, La Puebla de Híjar y Vinaceite. Hace dos años, una
visita a la primera de ellas me llevó a embarcarme en la quijotesca idea de
realizar un documental que divulgase ese valioso patrimonio e hiciera justicia
a su creador. De la mano del historiador Javier Martínez Molina, que ha
dedicado cinco años de su joven vida a estudiar la obra del artista, emprendí
un camino que ahora llega a su fin. El documental se estrenará próximamente,
con protagonismo especial en el Bajo Aragón Histórico. Va por ustedes.
domingo, 19 de enero de 2014
L´AFFAIRE (17/01/2014)
Las revelaciones sobre el presunto affaire
sentimental del presidente de Francia con una actriz, han sido primera página
en todo el mundo. Un culebrón a escala planetaria. Para que algo así ocurra, se
tienen que dar dos requisitos. El primero, que el país del presidente en
cuestión tenga músculo en la escena internacional. Si mañana saltase la noticia
de que el presidente de Bulgaria tiene un lío con una bailarina de strip-tease,
no creo que llegáramos a enterarnos. El segundo, que tenga el suficiente
glamour. Cambien a François Hollande por el presidente de Japón, tercera
potencia económica mundial, y en lugar de un jugoso chascarrillo tendríamos
algo tirando a desagradable. Ciertamente, a la Francia de los maletines
nucleares y Christian Dior le sobran poder y razones para argüir que el glamour
es producto de su invención. A la actriz Julie Gayet, protagonista femenina del
escándalo, belleza y sofisticación. ¿Que Hollande parece más un tendero de
ultramarinos que un galán? Es posible, pero Francia no se acaba en los Campos
Elíseos. El país galo ha presumido siempre de una especial permisividad con los
deslices privados de sus dirigentes, y la prensa ha sido consecuente con ello.
¿Francia ha dejado de ser Francia? No del todo. La delicada situación del
presidente peor valorado de los últimos tiempos ha despertado una corriente de
simpatía y comprensión, según las encuestas. Tanto es así, que hay quien dice
que fue el propio Hollande quien filtró la noticia para mejorar su imagen. Y
romper la baraja, desde luego. Su actual pareja, Valérie Trierweiler, está
ingresada en un hospital a causa de un supuesto shock. Años atrás, fue ella
quien tomó el relevo de Ségolène Royal, ex-candidata presidencial, en las preferencias
del irresistible François. Un feuilleton en toda regla. Une spécialité française. Insuperable.
viernes, 10 de enero de 2014
NOCHE MALA (10/01/2014)
Me pregunto si en el Palacio de la Zarzuela vieron el
discurso del rey antes de sentarse a cenar, como hacen tantas familias
españolas el día de Nochebuena. Si tuviera que apostar, diría que no. Frente a
frente estaban los Reyes, las infantas Elena y Cristina, y... Urdangarín.
Demasiada tensión. Es más probable que la velada transcurriera sin la menor
alusión a temas de actualidad, y que todos los presentes hicieran el esfuerzo
de actuar como si nada hubiera pasado. O, más bien, como si nada estuviera
pasando. Por cierto, voy a romper una lanza por el yerno más desgraciado de
España y convertir a esta santa cabecera en el primer medio escrito que publica
algo favorable sobre él en los últimos tres años: hay que echarle valor. Con la
que está cayendo, sentarse a la mesa junto a un suegro nervioso, recién operado
y presumiblemente cabreado, que ve la misión de toda su vida ¡y el prestigio de
una dinastía! puesto en peligro por la imprudencia y la codicia del yerno en
cuestión, es un acto de valentía más que notable. Según el diario El País, en
esa mesa navideña faltaron los Príncipes de Asturias, que no querrían juntarse
con el ex-balonmanista ni para comer turrón. Según ABC, la familia estuvo al
completo, y vieron juntos el discurso de Don Juan Carlos antes de ser felices y
comer perdices. Vaya usted a saber. Además del drama familiar, están las
consecuencias políticas, que nos afectan a todos. El suspenso que ha recibido
la institución en las últimas encuestas, por primera vez desde la llegada de la
democracia, deja bien clara la situación: la monarquía ha cometido graves
errores en los últimos tiempos y el pueblo español no está para bromas. Es
tiempo de repararlos y de sacar valiosas lecciones para el futuro. Otras Casas
Reales europeas lo hicieron en el pasado. Y salieron reforzadas por ello.
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