La plaza de San Bruno es el O.K. Corral de la arquitectura
zaragozana. A un lado, el palacio arzobispal trata de poner orden con sus
líneas rectas y su confortable clasicismo. Al otro, la Seo es un delicioso
patchwork de piedra sillar, ladrillo y cerámica, que da forma a un edificio
imprevisible. El moderno grupo de viviendas que cierra el triángulo de la plaza
se conforma con pasar desapercibido, incapaz de competir con esos dos colosos
centenarios donde los doctores de la Iglesia se siguen disputando los asuntos
de Dios en la Tierra. En realidad, el encanto de la plaza de San Bruno nace de su
absoluta falta de planificación, de la ausencia de mano urbanizadora o de
arquitecto con ganas de hacerse un nombre. Sus humanas proporciones y su feliz
apartamiento de la visión y el ruido de los coches, la convierten en lugar
ideal para la ancestral actividad del intercambio.
Cada domingo, los puestos del mercadillo de antigüedades se
desparraman en aparente desorden por ella, y muchos zaragozanos se acercan a
curiosear la variopinta mercancía. Allí se mezclan lo antiguo y lo viejo, el
arte y el cachivache, lo sentimental y lo directamente grimoso. Libros,
revistas, cuadros, artesanía y mil objetos inclasificables caben en esa
denominación de sastre que es la antigüedad. Gran parte de este negocio se
apoya en un mecanismo emocional que opera preferentemente en el género
masculino, y que sigue vigente en plena revolución tecnológica: el
encaprichamiento por objetos de escasa utilidad práctica, presuntamente raros,
antiguos o codiciados por otros individuos, y que despiertan un irrefrenable
deseo de posesión. Al deseo le sigue el inevitable regateo, caracterizado por el
desequilibrio de fuerzas y en el que el encaprichado tiene todas las de perder.
Se enfrentan el agudo instinto comercial del vendedor, curtido en mil batallas,
y la bisoñez del comprador, quien debe añadir a su atrofiada capacidad
negociadora el transitorio nublado del juicio que le provoca el objeto en cuestión.
Consumada la venta, a menudo se desencadenan otros dramas
humanos que no tienen como escenario la recoleta plaza de San Bruno, sino el
domicilio conyugal del comprador. “¿Qué es eso?” Mal empezamos. Cuando uno
llega a casa con un delicado busto de terracota del general Cabrera, el mítico
“tigre del Maestrazgo”, quizá un poco deteriorado pero conservando todavía ese
simbolismo histórico que lo convierte en una pieza única, cabría esperar algo
más de sensibilidad. Un “¡qué interesante pieza!” sería bastante. Pero no. La
siguiente pregunta se dirigirá como un torpedo contra la línea de flotación del
intrépido coleccionista: “¿Cuánto te ha costado?” Y él invariablemente mentirá.
Mentirá como un bellaco. “¡Solo veinte euros!” En realidad pagó cien, pero no
lo confesará ni bajo tormento. “¿Y has pagado veinte euros por ese trozo de
barro? ¿Y dónde piensas meterlo?” A estas alturas, el aspirante a coleccionista
comienza a dudar de todo; de la antigüedad de la pieza, o de si representa al
general Cabrera o a Perico de los Palotes. Rehuyendo el combate, corre en busca
de una caja de zapatos e introduce allí al insigne general, “hasta que
encuentre una peana donde colocarlo”. Regresa la paz y la familia se sienta a
la mesa dominical. En la oscuridad de su caja de zapatos, en el fondo del
armario de donde ya no saldrá jamás, al busto de Cabrera – en efecto, era él –
se le desprende un trozo de charretera. Al caer, el barro hace un ruido sordo.
El general acaba de perder su última batalla.