“Se ha muerto el señor López, ¿te acuerdas? Ese hombre tan
simpático que vivía en el séptimo”. El alejamiento físico-temporal con el
finado – hace muchos años que no somos vecinos del señor López – es un parachoques
eficaz para la noticia. La gente se muere sin excepción conocida, y nuestra
capacidad de duelo es, forzosamente, limitada. En ese momento, todos echamos
mano de una anécdota para recordar al señor López elogiosamente, porque cuando
la gente se muere solemos pasar por alto sus defectos mientras hablamos de sus
virtudes. Para mí, en este caso, no va a ser fácil.
El señor López era simpático, ciertamente. Simpatiquísimo,
incluso. Pero el día de nuestro primer encuentro ocurrió algo que enturbiaría nuestra
relación durante la década que siguió. Tenía yo entonces diez años y coincidí
con el señor López esperando al ascensor. Incapaz de callar ni debajo del agua,
él entabló conversación con mi hermano mayor, que me acompañaba, mientras sus
ojos no dejaban de bailar al son de sus ocurrencias. Yo guardaba silencio y,
con toda probabilidad, atendía a su monólogo con una media sonrisa de aprecio.
Cosas de la buena educación. Cuando ya estábamos dentro del cubículo, el señor
López me miró desde las alturas y me dijo: “¿Tú por qué no hablas? ¿Eres mudo?”
Respondí que no, con un hilo de voz. “Ah, es que eres vergonzoso”, sentenció,
sin dejar de sonreír. Me sonrojé. Debimos entrar en un agujero negro porque el
tiempo se estiró como un chicle. Aquel fue el trayecto vertical más largo de toda
mi vida. Salí del ascensor encendido, literal y metafóricamente, y no me cagué
en sus muertos porque no sabía cómo hacerlo. Entonces no pude poner palabras a
lo que había pasado, pero me sentí infinitamente humillado porque mi
autoestima, mi tierna personalidad en formación, la parte menos corpórea de mi
ser pero la más importante, habían sufrido una agresión gratuita y brutal.
El lector avisado ya habrá comprendido la parte más
dramática de esta historia: el señor López tenía razón. Yo no era mudo, pero sí
vergonzoso. En algún rincón perdido de mi secuencia de ADN, el código genético
decía que tenía que serlo. Luego me hice mayor, y de vergonzoso pasé a tímido,
que es el término adulto que se emplea cuando la palabra vergüenza se dedica a
otros usos; el más importante, el de determinar si se tiene mucha, poca, torera
o suficiente. La vida de un tímido no es fácil. Hay pocas circunstancias en la
vida más incapacitantes y más nefastas que la timidez, y que reciban menos
atención por la sociedad. En las consejerías de educación se discuten
afanosamente los ciclos educativos, las materias y los currículos, pero en el
fondo todos sabemos que las habilidades sociales son más importantes que
cualquier título. Para el trabajo, el amor o la vida misma. No es desinterés,
ni malicia; simplemente, la timidez es un asunto difícil de abordar.
La timidez se vence, puedo dar fe de ello. Es un trabajo
personal, un camino que el tímido tendrá que recorrer en soledad, pero, por
favor, pongamos todos un poco de nuestra parte. Si ve usted a un niño al que
“le salen las vergüenzas”, ¡por Dios, no se lo diga! Porque solo contribuirá a
reforzar su timidez. Por la misma razón, por puro respeto, yo no le diré a
usted que está pasado de kilos o que debería cambiar de peluquero con urgencia.
Sé que a veces se puede causar daño sin la menor intención. De verdad que lo
sé. Sin rencores, entonces, señor López. Que Dios lo tenga en su gloria. Era
usted simpático. Simpatiquísimo incluso.
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