Manuel
me observa desafiante. Aunque su conocimiento de la lengua castellana no supera
las cincuenta palabras graciosamente reinterpretadas por su lengua de trapo, me
ha entendido perfectamente. “Primero te comes las lentejas, y luego el petisuí.
No hay debate, Manuel. No tienes ninguna posibilidad”. Con dos años y medio,
parece difícil que Manuel sepa lo que es un debate, pero ha comprendido muy
bien la situación: su deseo de empezar por el postre choca con el de su padre,
empeñado en dar preferencia a las lentejas que son claramente menos ricas y más
aburridas. ¿Qué pretende? ¿Tocarme la moral?
Su
ceño fruncido, sus pequeños labios comprimidos por la indignación lo dicen a
las claras. Para Manuel, esto ha dejado de ser una disputa nutricional – qué
digo, para él jamás lo fue - para convertirse en algo mucho más importante: en
una lucha de egos. Qué se ha creído ese tío de las gafas. Orgullo herido. A
pesar de que por esta vez me asiste más razón que a un santo, con el paso de
los minutos empiezo a sospechar que mi gestión de la crisis está siendo mucho
menos efectiva de lo esperado. Manuel ignora al humeante plato de lentejas con
un estilo tan depurado que me hace temer por el resultado final de este duelo
y, de rebote, por mi joven autoridad de padre. Sí, aunque cueste admitirlo,
esto ya no va de lentejas para mí tampoco.
En
ese momento aparece su madre con la figurita de un león en la mano. Está a
punto de ocurrir algo verdaderamente asombroso. “Hola, Manuel, ¿qué tal estás?”
¡Es el león que habla! Bueno, en realidad es mi mujer, que hace de ventrílocua con
voz de vicetiple. Lo increíble del caso no es que un león hable con voz de
vicetiple… ¡Es que Manuel ha dejado de fruncir el ceño y le sonríe! “¿Por qué
no te comes primero las lentejas y luego el petisuí? ¡Ya verás qué ricas están,
hummm!”. Sin dejar de mirar y sonreír al pequeño león, Manuel agarra la cuchara
y comienza a comer lentejas como si no hubiera un mañana. La tensión ha
desaparecido. La crisis está superada.
La
primera conclusión que extraigo de este revelador episodio es que mi mujer me
ha dado una pasada en psicología infantil tan escandalosa, que casi me arranca
las pegatinas. Hay que ser justo y caballeroso: chapeau. La segunda, es un
descubrimiento sorprendente. Mi hijo Manuel ya es capaz de sentir orgullo. De
una forma muy básica, claro, pero orgullo al fin y al cabo. Hablo de esa
emoción que experimentan los seres humanos cuando sienten su personalidad
amenazada por otro, y que les lleva a desdeñar la razón, a reaccionar
agresivamente o a incurrir en el error con tal de defenderse. Una emoción
negativa, que nace de la inseguridad, pero de la que ninguna persona en este
mundo, ni siquiera los sabios entre los sabios, está completamente liberada.
Cierto
que algunos saben llevarlo con más estilo que otros. Mi hijo Manuel ha encontrado
una salida al atolladero en el que nos habíamos metido gracias a un león de
plástico. Este chico apunta maneras. Me preocupa mucho más lo del presidente Trump.
Es evidente que con la prohibición de entrada en los EEUU a los nacionales de
los países musulmanes señalados ha metido la pata hasta la cadera. A estas
alturas, debe saberlo incluso él. ¿Cómo rectificar? Para alguien de piel tan
fina y orgullo tan desmesurado, la tarea se antoja casi imposible. Porque
admitir un error es la prueba del algodón de la madurez de una persona, y el
septuagenario de moda no la pasa. Porque Trump no quiere oír hablar de lentejas.
El solo quiere petisuí.
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