La nutrición humana se ha convertido en un campo de batalla.
Alguien dirá, con razón, que siempre lo fue; que comer todos los días ha sido
el primer afán del homo sapiens desde los albores de la especie.
Desgraciadamente, para muchos seres humanos del tercer mundo alimentarse cada
día sigue siendo un interrogante dramático que desafía los principios morales
del primero, el nuestro, donde el problema nutricional es exactamente el
contrario: una epidemia de sobrepeso que amenaza nuestra salud física y mental.
Este es el campo de batalla de la nutrición de los ricos. El de la lucha contra
la obesidad y por una alimentación saludable en un ambiente de exceso y opulencia.
Todo comienza en los laboratorios. Legiones de científicos
tratan de comprender un fenómeno que sobre el papel parece sencillo, pero que
como todo lo que atañe a la maquinaria humana es increíblemente complejo.
Ingerir el alimento, extraer su energía, emplearla, acumularla para futuras
necesidades y deshacerse de lo sobrante, implica a incontables elementos
químicos y catalizadores en incontables procesos que se solapan unos con otros
en milagrosa confusión. Esta complejidad explica que durante décadas la ciencia
haya ido dando palos de ciego, sumiendo al personal en la más absoluta
perplejidad. El aceite de oliva es un buen ejemplo: ayer era un veneno, hoy es
oro líquido y mañana Dios dirá. El ciudadano de a pie, que aspira legítimamente
a comer y beber en paz, acaba desarrollando un lógico escepticismo hacia la
ciencia nutricional que le lleva a ignorar muchas de sus recomendaciones.
Pero la complejidad de esta ciencia va más allá de lo
científico. La alimentación es, además, un negocio formidable. Es fácil
imaginar que las conclusiones de un determinado estudio sobre las bondades o
maldades de un alimento podrá tener un gran impacto sobre las cifras de negocio
de un determinado sector. Tanto, que algunos sucumbirán a la tentación de
manipular la información, financiando estudios científicos favorables a sus
productos. Afortunadamente, muchos investigadores – prefiero pensar que la gran
mayoría – no se venden a ningún precio y continúan avanzando en el estudio de
la nutrición humana; y con todos los matices que exige la complejidad de la
materia, han alcanzado un consenso sobre las líneas básicas de una alimentación
sana y equilibrada: consumo frecuente de frutas, verduras, legumbres, pescado y
carnes blancas, y restricción de azúcares, hidratos de carbono refinados y
alimentos procesados.
¿Qué son los hidratos de carbono refinados? Aquellos a los
que se les ha sustraído la fibra, las vitaminas y los minerales para hacerlos
más duraderos, como la pasta y el arroz no integrales, o el pan blanco.
Comprendo que a los muy “paneros” esta afirmación les hará temblar. ¿Ahora
resulta que el pan es malo? Miguel Angel Martínez-González, un nutricionista de
prestigio internacional, afirmaba recientemente que el pan “es uno de los
problemas más graves que tenemos en España”. El pan blanco, elaborado con
harina refinada, se entiende. Su alto contenido en almidón, una vez
transformado en glucosa, tiene efectos nocivos sobre el metabolismo. La
cuestión no es baladí. En España no existe calle o pueblo que no tenga su
panadería, y donde no la hay, el pan llega en la furgoneta de un repartidor. Su
consumo está tan arraigado que forma parte esencial de nuestra cultura. ¿Qué
hacer? La información está ahí, al alcance de todos. Allá cada uno con su
libertad. Yo entono un réquiem por una barra de pan.
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