El
difunto Hugo Chávez tenía la fea costumbre de pasearse por las calles de
Caracas acompañado de una corte de fieles, señalando edificios y gritando:
“¡Exprópiese!” Francamente, no creo que la expropiación forzosa tenga cabida en
una lista de medidas sensatas de política económica para ningún país del mundo
que aspire a la normalidad. Sin embargo, como medida excepcional para la
satisfacción del interés general sigue siendo un arma jurídica a la que no se debería
renunciar. ¿Existen límites a la propiedad privada? Como las meigas, haberlos,
haylos, y hace unas semanas juro por lo más sagrado que me tropecé con uno.
Era
la fiesta anual del escabechado en Castejón de Valdejasa. El pueblo entero desprendía
un aroma a conejos y perdices, cocinados con esa receta que los castejoneros
han elevado a la excelencia. Nuestra intención era hacer una ruta en bicicleta
por los pinares que rodean la población, pero el plan sufrió una modificación inesperada:
reservamos mesa en Casa Arrieta para la vuelta, acortamos la ruta y comenzamos
a pedalear embriagados por las promesas escabechadas que flotaban en el aire.
¡Dios bendito, qué paisajes! Para mi vergüenza, poco o nada sabía de que a 38
kilómetros de Zaragoza teníamos una de las masas de pino carrasco autóctono más
importantes de la península. La excursión fue un bonito sube y baja por caminos
no demasiado exigentes, entre campos de cebada y pinos centenarios. Para
rematar, mis amigos Pablo Marín y Juan Urraca, mucho más jóvenes e impetuosos
que yo, se empeñaron en subir a lo alto de un imponente castillo que se nos
apareció en el horizonte. Bien por ellos. Llegué arriba con el corazón enloquecido
pero con la suficiente lucidez para saborear aquellas viejas piedras. Distinguí
la torre del homenaje con una peculiar decoración renacentista. Los torreones
islámicos. Las formaciones de roca que el viento y la erosión habían convertido
en monumentales pináculos. Si hubiera tenido mi cuaderno de las ideas a mano y
cien pulsaciones menos por minuto, me hubiera puesto a escribir un western allí
mismo.
Regresamos
al pueblo y nos entregamos por fin a la fiesta gastronómica que nos habíamos
prometido. Nuestros anfitriones, Santiago y Olga, nos colmaron de atenciones y
disfrutamos de una comida espectacular. Pregunté por aquel viejo castillo que
me había dejado impresionado por su belleza y su abandono. ¿Cómo podía Castejón
tener esa joya patrimonial en tal estado de ruina? No tardé en averiguar el
motivo: el castillo de Sora, que así se llama la vieja
fortaleza, es propiedad privada del duque de Villahermosa. Al parecer, el
nobilísimo prócer – uno de los títulos más importantes de España – no hace
demasiado por su conservación ni se ha mostrado receptivo a los intentos de
algunas instituciones por devolverle su esplendor. La sangre ya me hervía por el
sofocón que llevaba en el cuerpo, pero el conocimiento de la injusticia la
calentó aún más. “¡Exprópiese!”, pensé allí mismo con acento casi venezolano.
¿Alguien podría concebir una acción más concreta y valiente para luchar contra
la despoblación? ¿Tuvo algún duque oportunidad mejor de mostrar su grandeza que
cediendo el castillo a la comunidad? Por favor, vayan a conocer Castejón de
Valdejasa y sus escabechados. Lean el fantástico libro que la ubicua Marisancho
Menjón dedicó al castillo de Sora hace algunos años. Les invitaría a subir a
él, pero no quiero incitar a nadie a cometer delito de allanamiento. Aunque no
habría delito más noble en este mundo.
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