Cada
vez son más necesarios pero también más difíciles de encontrar. Esta sociedad
hiperconectada y ayuna de certidumbres necesita héroes hasta tal punto que si
no los tiene se los inventa, aunque para ello tenga que encumbrar a medianías. Hablo
de héroes reales, de personas de carne y hueso, y no de seres con poderes
extrasensoriales. Por aclararnos: no lo es el portero de fútbol que detiene un
penalti en el último minuto por mucho que se le llame “el héroe del partido”. Y
sí lo fue Ignacio Echevarría, el español que se lanzó contra los asesinos del
London Bridge blandiendo un monopatín y que se dejó la vida en el empeño.
Ignacio demostró su heroicidad en ese acto valiente e impulsivo, pero ya era un
héroe desde mucho antes. Tenía forzosamente que serlo. La gran tragedia de su
pérdida la viven hoy sus seres queridos pero en alguna medida la compartimos
todos. Porque los héroes no deberían morir nunca. Los héroes deberían ser
eternos.
Deténgase
en cada una de las páginas que sostiene entre las manos, querido lector, porque
los héroes no siempre se asoman a las portadas de los periódicos. Josan
Rodríguez, El Equilibrista, lo hizo en una página interior de esta bendita
cabecera, justo hace una semana. “No siento rencor hacia quien me dejó ciego y
sin piernas”, rezaba el titular del magnífico artículo que firmaba Rubén Darío
Núñez desde Huesca. Debo confesar que tropecé con él varios días después de su
publicación, cuando, después de solazarme en la vanidad de releer mi propia
columna, me asaltó el temor de haberme perdido algo interesante. Y estaba en lo
cierto. La historia de Josan Rodríguez comenzó hace casi diez años, el 28 de
julio de 2007, en la discoteca Manhattan, en las afueras de Huesca. Un joven de
22 años, borracho y drogado, atropelló a un grupo de personas junto a la puerta
de la discoteca cuando conducía a 150 kilómetros por hora. Hubo dos muertos,
Angel Javier Pérez y Benito Joaquín Ríos, y siete heridos de consideración. El
más grave, José Antonio Rodríguez, Josan, quedó ciego y le amputaron ambas
piernas.
Josan
acaba de publicar un libro titulado “El Equilibrista”, en el que narra su
experiencia en estos diez años de travesía en busca del equilibrio. En sus
propias palabras, equilibrio interior para seguir disfrutando de la vida y
equilibrio físico para aprender a sostenerse con la ayuda de las prótesis.
Todavía no he podido leerlo – aunque juro que lo haré - pero no tengo ninguna
duda de que El Equilibrista ha logrado su objetivo.
Por
la boca de Josan salen palabras de una sabiduría tan aplastante, de una
categoría moral tan extraordinaria que lo convierten en un héroe con
mayúsculas. No se escucha una sola lamentación por haber acudido aquella aciaga
noche a la discoteca Manhattan. “Si tenía que pasar fue por algo, como todo lo
que ocurre en la vida”. Aquel maldito accidente le quitó muchísimo pero le dio
algo a cambio: una fuerza interior “que no sabía que tenía o que al menos no
había encontrado”. Fuerza interior para perdonar. Josan no guarda rencor al
causante de su accidente y le desea lo mejor en la vida. No son amigos, porque
ninguno de los dos ha tenido contacto con el otro, pero la expresión del
sentimiento de Josan es como un grito de autenticidad del que es imposible
dudar.
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