No
hay mejor antídoto para una crisis de identidad española que darse una vuelta
por el Museo del Prado. Miles de visitantes de todo el mundo recorren cada día
las galerías del templo madrileño de la pintura con cara de asombro. Los
comprendo perfectamente. Si yo mismo no fuera español, estaría enamorado de mi
país hasta las trancas.
Algo
así le ocurrió a Archer Milton Huntington, heredero de una de las mayores
fortunas de Norteamérica, cuando viajó a España por primera vez. Corría el año
1892 y el joven Huntington comprendió que la cultura española y sus bellas
artes le interesaban mucho más que los astilleros y las compañías ferroviarias
que había fundado su padre. Aprendió nuestro idioma, compuso versos con él e
inició una colección de obras de arte, libros y objetos vinculados a la cultura
española que culminó en 1904 con la fundación de la Hispanic Society of
America. Su determinación era tal que no le importó la coyuntura política
desfavorable: tan solo seis años antes, España y los Estados Unidos habían
librado una guerra en Cuba y Filipinas. Muy desigual, pero guerra al fin y al
cabo. En una muestra de humildad que revela su condición de sincero enamorado,
no bautizó a la institución con su nombre, como hacían todos los millonarios
filántropos de su época. La llamó Sociedad Hispánica y por la extraordinaria
variedad de su colección – desde piezas arqueológicas a pinturas del Siglo de
Oro, incluyendo una formidable biblioteca – y el amplísimo rango temporal que
abarca – desde el Paleolítico hasta el siglo XX – creó un recorrido cultural de
lo español único en el mundo.
Las
obras de reforma de su imponente sede neoyorkina han sido el incentivo para que
más de 200 piezas de su colección hayan cruzado el Atlántico para exponerse en
el Museo del Prado. La delicada hebilla del cinturón que ajustó la prenda de un
visigodo. La lámpara romana decorada con la representación del Dios del Pan que
iluminó una villa en Itálica (Sevilla). Un busto relicario de Juan de Juni de
mirada acongojante. Las instrucciones manuscritas que Carlos V dejó a su hijo
Felipe II para el buen gobierno de sus reinos… “Tesoros de la Hispanic Society
of America” es una exposición entretenidísima, porque cada una de sus salas guarda
una sorpresa inesperada. Sorpresas con poso histórico y una calidad artística
extraordinaria que le reconcilian a uno con su ser español, hispánico y hasta
criollo. ¡Y en el mismo corazón del Museo del Prado! Cuando se llega a la
altura de los dos sevillanos universales, Velázquez y Murillo, cualquier
resquemor territorial de los que se incuban en esta España ingrata ya nos
parece una locura. Desde lo alto de su lienzo, la duquesa de Alba señala unas
palabras trazadas en la arena: Solo Goya. El orgullo aragonés nos rebosa.
Abandonamos
el museo y el azar propicia un encuentro insólito. Josep Borrell, en mangas de
camisa y con gesto juvenil, entra en el vagón de metro que ocupamos. Le
reconozco inmediatamente y él me sostiene la mirada algo desafiante con una
levísima sonrisa que parece decir: “¿Qué se creía usted, que un ex ministro no
podía coger el metro?” Tengo muy recientes sus brillantes encontronazos con
Oriol Junqueras, presunto cerebro gris del separatismo catalán, y me siento
tentado a gritar: “¡Un ex ministro catalán que viaja en metro! ¡Este país aún
tiene porvenir!” Por suerte, la cordura se impone a la exaltación española que
me embarga y guardo silencio. Borrell salta del vagón en la estación de Sol y
se pierde entre la multitud.
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