Si alguien hubiera permanecido dormido durante los últimos diez años, al
despertar, aquello que más le llamaría la atención sería, sin duda, ese pequeño
artefacto que todos llevamos pegado a la mano. El rectangulito al que no
dejamos de mirar, hablar y tocar a cualquier hora del día. Como todo cambio
social revolucionario, pese al poquísimo tiempo transcurrido, hoy nos cuesta
imaginar la vida sin él. Sí, estoy hablando del teléfono inteligente, artilugio
electrónico que ha transformado nuestra forma de comunicarnos, relacionarnos e
informarnos. Los aspectos positivos que aporta esta nueva tecnología son
muchísimos; estoy convencido de que puede ayudar a hacer de este mundo un lugar
más humano y mejor. También encierra peligros, de los que hablamos a menudo en las
mismas redes sociales: que la agresividad, las ideologías violentas y la
mentira planificada se vean favorecidas por estos canales de comunicación casi
ilimitados. Sí, uno de los debates más frecuentes en esta nueva sociedad de
redes consiste precisamente en analizarse a sí misma. Lo que es mucho menos
frecuente es analizar el impacto que la aparición de los teléfonos móviles y la
conectividad cuasi-universal haya podido tener en otras sociedades ajenas y
menos favorecidas que la nuestra. Tengo la sospecha de que está siendo
profundísimo. Que nada volverá a ser lo mismo, tampoco, para los miles de
millones de personas que habitan en sociedades del Tercer Mundo.
En 2003 viajé a Mali y tuve la oportunidad de visitar zonas remotas del país.
El aislamiento en que vivían aquellas gentes era casi absoluto. Diez años
después regresé a esas mismas tierras y volví a contactar con algunas de las
personas a las que conocí en mi primer viaje. No solo tenían un teléfono
inteligente en la mano. Algunos sabían utilizarlo mejor que yo. A mí, en una
ciudad como Djenné, rodeado por una cultura y una estética tan exótica, me
resultaba imposible acordarme del Real Madrid, por poner un ejemplo. Aquello
quedaba a miles de kilómetros de distancia y a unos cuantos años – luz,
espiritualmente, de esa bella ciudad de barro rodeada por los brazos del río
Bani. Al menos, eso pensaba yo. Cuando ese mismo día, una joven de Djenné me
recordó que el Real Madrid jugaba aquella tarde contra el Albacete, y que
Cristiano Ronaldo no podría hacerlo porque tenía una lesión en la rodilla,
empecé a intuir la magnitud del fenómeno. Comprendí que esa pequeña pantalla es
una ventana a nuestro mundo de opulencia a la que se asoman cada día millones
de personas. Individuos que pueden encontrar allí entretenimiento,
esperanza o una profunda decepción. Nunca en toda la historia de la humanidad
la desigualdad ha estado más a la vista de todos los que la soportan. Y la
desigualdad no es un espectáculo agradable. A algunos les motiva para mejorar,
a muchos les da un motivo para huir, y a otros una razón para odiar. Detrás de
algunos de los conflictos geopolíticos más candentes de la actualidad, late un
conflicto mucho más íntimo, pero tan viejo como el hombre: el del orgullo
herido.
Pobre smartphone, la culpa que le acabamos de endosar. Los seres humanos
somos especialistas en librarnos de nuestra responsabilidad para cargársela a
otro. Porque la pantalla no deja de ser una ventana, un hueco a través del cual
ver la realidad. Una realidad que todos, aquí y allá, tenemos el deber de
transformar. Por compasión, por interés estratégico o, mejor, para cumplir una
misión que no deberíamos desdeñar: hacer de este mundo un lugar mejor.
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