En tiempos de Guruceta, el famoso colegiado de los años 70, todos los
árbitros de fútbol vestían de negro riguroso. Por eso, a menudo, en las
retransmisiones de los partidos, los locutores de radio se referían a ellos
despectivamente como “los de negro”. Aquellos fueron los años más duros para ser
árbitro en España. A medida que Franco languidecía y a su régimen se le
empezaban a ver las costuras, el personal empezó a perder el miedo a la
autoridad, y tanto “los grises” como “los de negro” empezaron a notarlo en sus
carnes. Pasar del miedo al respeto nunca es un proceso pacífico y necesita de
un período de adaptación por ambas partes: la autoridad debe ganarse ese
respeto y el ciudadano debe reaprender los principios del llamado “contrato
social”. España logró culminar con éxito esa transición aunque durante un
puñado de años críticos llovieron los palos… y en el caso de los árbitros, las
almohadillas.
Recuerdo perfectamente la primera vez que mi padre
nos llevó a La Romareda. Al entrar al recinto nos encontramos con una montaña
de almohadillas que un hombre iba distribuyendo entre los espectadores que se
dirigían a su localidad. Mi padre pidió una para él, una para mi hermano y otra
para mí. “Papá, ¿solo tres?” – le espeté casi indignado mientras mi progenitor
me miraba sin comprender. “Yo quiero tres para mí solo”. Entre risas, mi padre
me explicó que las almohadillas se alquilaban para sentarse sobre ellas y
evitar que el trasero se te petrificara sobre el duro hormigón, y no para
lanzarlas sobre el árbitro cuando acabara el partido. Que es lo que yo, en mi
bendita ingenuidad, creía. Hoy es difícil encontrar esas imágenes, incluso en
Youtube, donde dicen que está todo, pero aquellas lluvias de almohadillas sobre
los árbitros que abandonaban el campo protegidos por los escudos transparentes
de los “maderos”, las tengo bien grabadas en la memoria. Sospecho que hoy no se
difunden demasiado porque nos harían enrojecer de vergüenza.
A pesar de que los tiempos han cambiado y de que
los árbitros ahora visten zamarras de vivos colores, no se crean que la
profesión arbitral ha dejado de ser difícil. Ser árbitro de fútbol sigue siendo
uno de los oficios más complicados y desagradecidos del mundo. ¿Se imaginan
cómo se sentirían al ser increpados e insultados por una masa anónima y
vociferante, únicamente por realizar su trabajo? Y todo, en la más absoluta
soledad. Cuando un jugador se equivoca - al meter un gol en propia puerta, por
ejemplo - baja la cabeza, cariacontecido, e inmediatamente se acercan a
consolarle sus compañeros. ¡Hasta los jugadores del equipo rival le consuelan!
Si un árbitro se equivoca, recibe insultos e improperios desde la grada, pero
nadie se acerca a darle una palmada en la espalda. ¿Quién consuela a un
árbitro? Probablemente, otro árbitro; uno de los más de 15.000 que hay en
España – entre ellos, más de 500 bravísimas mujeres - que comparten esa pasión
que para la mayoría se antoja inexplicable.
Ser árbitro no es propio de masoquistas, como piensa
la mayoría, sino de individuos con una fortaleza mental extraordinaria. En un estudio
sobre la psique de los colegiados británicos se concluyó que todos desarrollaban
mecanismos de resistencia para aguantar la presión. Una vez fui árbitro,
¿saben? Y fue una de las experiencias más breves, duras e instructivas de mi
vida. Apenas llegué a soportar cuatro o cinco partidos y desde entonces miro a
“los de negro” con rendida admiración. Si no me creen, prueben. Y luego me lo
cuentan.
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