Hay
que reconocer que los angloparlantes nos han ganado esta vez en poesía.
“Ponerse en los zapatos del otro” – la versión inglesa de nuestro “ponerse en
el lugar del otro” –es una expresión que está condenada a triunfar, también en
lengua castellana, porque aúna belleza y utilidad. Además, como alude a la
virtud más predicada de este siglo XXI, la empatía, se comprende perfectamente
su éxito.
Sin
embargo, a mí me gustaría llevar el concepto un poco más allá. Hablar de los
zapatos en un sentido real. Me explico: uno puede hacer el esfuerzo de
trasladarse mentalmente a la situación de otra persona para comprenderla de
verdad, en sus acciones o en sus defectos. En eso consiste la empatía. Pero
reconozcan conmigo que sería mucho más interesante – y mucho más efectivo – que
esa traslación fuera física en lugar de solamente mental, y que literalmente
pudiéramos meternos en los zapatos del prójimo. Tomemos, por ejemplo, a doña
Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, probablemente
una de las personas menos empáticas del planeta, empeñada en decir que los
salarios son demasiado altos y deberían bajar (todos menos el suyo, claro
está). ¿No está pidiendo a gritos una experiencia sensorial en los zapatos de
una trabajadora ochocienteurista, dependienta de una tienda que abre sábados y
bastantes domingos, para saber exactamente de lo que está hablando? Con tres
meses, suficiente. Oye, que iba a regresar a su despacho de Washington con las
ideas clarísimas.
Y
lo mismo podría aplicarse a los políticos españoles. En lugar de tanto máster
de Harvard en versión de Aravaca, más les valdría unas cuantas “experiencias
zapateras” para comprender de verdad la realidad que aspiran a gobernar. ¿Se
imaginan que el currículum de Pablo Casado reflejara experiencias laborales del
tipo: stage sobre economía del sector primario, un mes en la vendimia de
Cariñena, de sol a sol? Francamente no. Pero tendría que ser obligatorio. Un
ministro de agricultura debería haber vendimiado al menos una vez en su vida,
un ministro del interior haber sido policía raso durante unos cuantos turnos de
noche, y sobre todo, aquel estadista que quisiera lanzarse a una guerra debería
conocer mucho antes la vida en las trincheras o la experiencia
de sufrir un bombardeo en su propia casa. No pretendo escurrir el bulto. El
mundo es como es, por obra y gracia de cada uno de nosotros sin excepción; con
distintas cuotas de responsabilidad, cierto, pero hasta el último de nosotros
es legítimo participante en el reparto. Digo esto, porque también nos vendría
muy bien a todos – a mí el primero - conocer de cerca cómo viven nuestros
semejantes menos favorecidos, aquí o en el extranjero.
La
empatía está cambiando el mundo y lo hará todavía más en el futuro. La
revolución de las comunicaciones impide ignorar lo que está pasando, casi en
directo, en cualquier rincón del planeta. Ponerse en los zapatos del otro nunca
ha sido más fácil. Y lo será más. La tecnología de la realidad virtual hará
posible experiencias sensoriales que nos acercarán todavía más a las vidas de
los otros. Obviamente, como cualquier tecnología revolucionaria no está exenta
de riesgos: la realidad virtual podría convertirse en una vía de escape del
mundo en decadencia, como anticipan algunas películas futuristas. Qué le voy a
hacer, soy condenadamente optimista. Creo que la tecnología nos acercará más.
Puede que no nos haga mejores, pero sí cada vez más interconectados. Cada vez
más condenados a entendernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario