Hace quinientos años, una noticia como ésta habría
provocado una conmoción inimaginable. Se habrían convocado concilios, dictado
bulas, y es más que probable que, para dar carpetazo al asunto, la Santa Inquisición
habría acabado aplicando el tormento a un buen puñado de infelices. Cómo
cambian los tiempos. Ante el descubrimiento de un pequeño trozo de papiro del
siglo II que afirma que Jesús estaba casado, y que su esposa/discípula se
llamaba María, el Vaticano ha reaccionado de la misma forma en que lo haría
cualquiera de las estatuas de mármol que habitan su micro-estado: con un
silencio sepulcral. No le faltan razones para ello. Esta vez no se trata de un
best-seller o de una película con Tom Hanks, productos de consumo de masas
fácilmente desacreditables. En esta ocasión, la información proviene de una
reputadísima investigadora de la
Universidad de Harvard, Karen L. King, y ha sido publicada
por The New York Times. Me pongo en el lugar de los actuales padres de la Iglesia y no me cuesta
esfuerzo comprender su reacción: después de 2.000 años de defensa del celibato
y de la marginación absoluta de la mujer de cualquier instancia de poder dentro
de la institución, iniciar un debate sobre la justificación de estas prácticas
debe dar, como mínimo, una pereza brutal. A quien tenga tiempo y ganas, le
recomiendo la lectura del informe sobre el manuscrito, que es fácil de
encontrar en internet. A lo largo de sus cincuenta páginas, la profesora King
analiza el hallazgo con extremada prudencia y precisión científica. Sin
embargo, en el último párrafo, ya no es capaz de contenerse y se pregunta: ¿es
posible que ese trozo de papiro acabara en el cubo de la basura porque
contradecía las verdades que, en un momento dado, se decidió “establecer”? La
respuesta es otra vez prudente, pero reveladora: quizás.
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