La palabra guitarrista me viene grande. Sería más
preciso decir que, a ratos, toco la guitarra. Hoy todos los aficionados del
mundo a este instrumento maravilloso estamos de luto. Y no solo nosotros: la
muerte de Paco de Lucía ha sido como un rayo inesperado que ha dejado a toda la
cultura española huérfana y triste. ¡Ay de los que se quedan! El vacío del
maestro es tan enorme, que no me gustaría estar en el pellejo de los que ahora
deban portar el estandarte de la guitarra flamenca – la guitarra española
popular por antonomasia – que Paco paseó por los cinco continentes con ese
estilo que nos llenaba de orgullo. Desde que tengo uso de razón, los españoles
hemos presumido de Paco de Lucía porque encarnaba como pocos eso que llaman el
genio español y que todos soñamos con compartir, aunque solo sea por el
gentilicio. Si la genialidad se reparte con cucharitas de café, con Paco
alguien usó un cucharón sopero. No solo por su virtuosismo, absolutamente espectacular,
inverosímil para este humilde tocador de guitarra a ratos que les escribe, sino
también por su autenticidad, por su carácter de verdadero artista que vive su
don como una bendición y una tortura a partes iguales. Paco de Lucía era
incapaz de mentir, de adoptar poses. Para él la creación – no la copia o la
repetición – era el resultado del sufrimiento. Por eso, en muchas ocasiones
había confesado la tentación de dejar la guitarra en un rincón y no volver a
mirarla más. Como cuando era niño y practicaba hasta las lágrimas bajo la
exigente mirada de su padre. Tiempos duros donde se forjan los héroes de
verdad, los que parten desde muy abajo y sueñan con la gloria para no vérselas
con un puchero vacío. Qué grande eres Paco. Espero que tengas por allá arriba
una guitarra a mano. Para que ya solo puedas disfrutar.
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