La vida
está llena de injusticias. Todo ser humano, hasta el más afortunado, está
condenado a pasar por ellas. Sus méritos serán ignorados o usurpados, y se le
adjudicarán culpas que no le corresponden. Pero la vida también es una cuestión
de grados. Hay pequeñas injusticias, injusticias medias e injusticias de
proporciones épicas, que se hacen difíciles de soportar hasta para quienes no
las han sufrido directamente. Una de estas últimas le cayó en desgracia al
infeliz de Alan Turing. Matemático genial, Turing fue reclutado a los 28 años
por la inteligencia británica para tratar de vencer a Enigma, la máquina de
cifrado que usaban los nazis para codificar sus mensajes en la Segunda Guerra
Mundial. Contra todo pronóstico lo logró, dando a los aliados la victoria en la
batalla más decisiva y desconocida de toda la guerra. Se estima que la duración
del conflicto se redujo en dos años gracias a la hazaña del matemático. Sin
embargo, Turing jamás recibió un reconocimiento público porque Enigma fue
materia clasificada hasta muchas décadas después. En 1952 fue procesado por
homosexualidad y se le presentó la alternativa de ir a prisión o someterse a
castración química. Eligió esta última opción y las inyecciones de estrógenos
le produjeron graves alteraciones físicas. Dos años después, se suicidaba comiendo
una manzana inyectada de cianuro. Por suerte, algunas de las más grandes
injusticias sí que llegan a repararse. El reconocimiento masivo de sus
aportaciones a la causa aliada y a la ciencia informática ha llegado por fin a
Alan Turing. Su trágica historia llena hoy libros, obras de teatro y películas
de éxito. Hasta la reina de Inglaterra le ha absuelto recientemente de su
"crimen" homosexual. Me gusta pensar que la justicia acaba venciendo
siempre. Aunque sea con 60 años de retraso.
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