Las
revistas satíricas aplican una de esas reglas básicas del humor que rara vez
falla: cuanto más en serio se tome a sí misma una institución o una persona,
más fácil será reírse de ella. No es extraño, por tanto, que las religiones o
las más solemnes instituciones del estado, como las monarquías, sean blanco
frecuente de sus viñetas irreverentes y cargadas de retranca. Dependiendo del
sentido del humor del burlado o de si el dibujante ha llegado a cruzar la línea
invisible que separa la mofa del insulto, – terreno fronterizo que debe
frecuentar cualquier revista satírica que se precie – la cosa puede acabar en
los tribunales, con una multa, o incluso con el secuestro de la publicación,
medida que los jueces aplican muy excepcionalmente y que es hoy tan inútil como
trasnochada. Así funcionan las cosas en las democracias civilizadas. Los
fanáticos tienen un modus operandi muy distinto. Se enfundan un pasamontañas,
agarran un kalashnikov y se plantan en la redacción de la revista para asesinar
a sangre fría a sus dibujantes, a los que sorprenden con los lápices en la
mano. Necesitados de oírse a sí mismos justificando su atrocidad, abandonan el
lugar al grito de Alá es grande, hemos vengado al profeta. El Charlie Hebdo, el
semanario parisino que fue ayer objeto del atentado terrorista más sangriento
en suelo francés en décadas, ya lo proclamó en una portada reciente: hay que
compadecer al profeta por tener a seguidores de esta calaña. Y compadecer a millones
de musulmanes pacíficos que han visto su religión manchada por la ignominia.
Europa entera debe estar más unida que nunca en defensa de sus libertades y de
un modo de vida que tantos siglos de lucha nos costó conseguir. Ayer en París
se cometió un crimen doloroso y absurdo. Hoy todos somos Charlie.
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