Un grupo de música,
se entiende, porque cuando yo era adolescente la palabra grupo solo podía significar
una cosa: juntar a cuatro amigos y repartirse los instrumentos clásicos del
pop-rock – guitarra, bajo y batería – según las habilidades de cada cual; al
que no sabía tocar nada pero le sobraba entusiasmo se le adjudicaba la voz
cantante. En aquella lejana década de los ochenta supongo que los chavales
también querían ser futbolistas, pero de lo que sí estoy seguro es que muchos querían
ser estrellas del rock. No es casualidad que en ese compost de sueños juveniles
naciera la mejor generación de músicos “populares” de toda nuestra historia.
Mucha pasión y
pocos medios. Sobre el origen de esa pasión se podrían escribir largos ensayos
sociológicos, pero la falta de medios era una realidad muy fácil de explicar:
imaginen una renta per cápita reducida a la mitad de la actual y una tasa de
natalidad disparada en las décadas anteriores, y lo que queda es una población
adolescente numerosísima con mucho tiempo libre y poco dinero en el bolsillo. ¿Cómo
se entiende entonces semejante eclosión de grupos en una época de tantas
carencias? Regresemos a la pasión, porque esta suele explicarlo todo. En primer
lugar, la sociedad vivía una época de libertad política. No es que la hubiera
recuperado; simplemente, la grandísima mayoría de los españoles jamás la había
conocido. La libertad, por tanto, era un concepto idealizado al que había que
dar contenido rápidamente, en lo político, en lo sexual y en lo cultural. Sin
distracciones tecnológicas como las actuales, los adolescentes españoles se
volcaron en la música como no pudieron hacerlo en la década de los 60, asfixiados
por la camisa de fuerza del franquismo. Y de aquella exuberancia pop surgió
todo: engendros musicales que escuchados hoy despiertan una mezcla de ternura y
vergüenza ajena, y grupos míticos que ya forman parte de la historia.
El proceso de
decantación de los mejores puede parecer sencillo pero a veces no lo fue tanto.
En aquellos años conocí músicos de gran talento que llegaron a lo más alto y
otros que, en cambio, se quedaron en el camino. Por las aulas de mi colegio
pasaron algunos de los músicos más emblemáticos de esta tierra, como Enrique Bunbury y Juan Aguirre. El caso de Bunbury, visto con la
perspectiva de los años, no puede ser más revelador. La primera vez que oí
hablar de Quique Ortiz, que por ese nombre se le conocía entonces, fue en
vísperas de un festival de navidad que organizaba el colegio de los
Marianistas. Corrió la voz de que aquel año tocaría por primera vez un grupo de
rock, y que el batería de dicho grupo era muy bueno. Llegado el momento de la
actuación apareció Quique Ortiz y empezó a aporrear la batería con una
convicción que dejó a todo el mundo boquiabierto. Convicción, esa es la palabra
que lo resume todo. Por encima del talento, que además lo tenía en abundancia,
lo que diferenciaba al futuro Bunbury de todos los demás era su personalidad,
su ambición, su convencimiento de que tenía algo que decir y de que acabaría
siendo músico profesional a cualquier precio.
Yo quería tener un
grupo y lo tuve. Por si todavía no lo han adivinado yo era el de la voz
cantante. Solo tocamos una vez, durante una fiesta parroquial, y juro que
cuando se acabaron las bandejas de comida el público nos abandonó y acabamos
tocando absolutamente solos. El talento era mediano, los medios escasos y de
convencimiento tampoco andábamos sobrados. Qué importa. Les juro que mereció la
pena.
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