Ocurrió durante una visita al País Vasco, en una casa rural rodeada de
un bosque tan verde que parecía irreal. Han pasado casi 15 años y el clima
político que se respiraba entonces, como sabrán todos los que tengan edad suficiente,
no se parecía nada al actual: ETA era una triste realidad que enturbiaba con
demasiada frecuencia la convivencia, y era casi imposible viajar a aquella
tierra sin dejar de pensar en lo que estaba ocurriendo detrás de su belleza y
sus paisajes. Nos disponíamos a pagar la cuenta después de pasar un fin de
semana idílico en la reserva de Urdaibai, Vizcaya, cuando la dueña de la casa
se empeñó en conocer mi segundo apellido para incorporarlo a su base de
clientes. Juro que quise hablar suavemente pero las cuerdas vocales no me
obedecieron. “¡España!”, grité. La mujer vasca dio un respingo, mi voz rebotó
en la piedra del caserío centenario y una vaca que pastaba en un prado cercano
levantó la cabeza sobresaltada. Fueron los nervios del momento, la incomodidad
que me causaba revelar mi segundo apellido en un lugar tan rematadamente vasco,
no lo sé.
Si alguna vez sentí vergüenza por llamarme España, sobre
todo en el colegio, al escuchar la risita del gracioso de turno cuando el
profesor pasaba lista, debo decir que hoy es agua pasada. Es más, creo que me
siento bastante orgulloso. Es el nombre de mi país y el de mis tres Españas
favoritas: mi madre, Conchita, y sus dos hermanas, Marga y Elena, tres mujeres
excepcionales que a fuerza de ser buenas nos han hecho casi buenos a los demás,
que no les llegamos a la suela del zapato. Todas estas peripecias personales
vienen al caso porque, en estos momentos de efervescencia del eterno problema
catalán, cuando la sociedad española recuerda de pronto que tiene una identidad
nacional y unos símbolos, creo que un servidor, por razones patronímicas, tiene
bastante ventaja. Ni antes ni ahora se me ha ocurrido jamás emplear la palabra
estado como sustituta de la denominación España, porque sería como renunciar a
mi propio nombre.
¿Qué habría sido de Pablo Iglesias si le hubiera
caído en suerte este ilustre apellido? Se lo habría hecho amputar,
probablemente. Corría como la pólvora estos días en las redes sociales un vídeo
del líder de Podemos en el que se declaraba incapaz de pronunciar la palabra
España y se lamentaba del contorsionismo verbal al que tenía que recurrir a
menudo para evitarla. Sí, ya sabemos que en la hemeroteca del hombre de la
coleta es posible encontrar casi de todo: desde sosegados análisis políticos a
declaraciones incendiarias que bordean lo delictivo. Lo que no se acaba de
entender muy bien es por qué alguien pondría tanto empeño en presidir un país
cuyo nombre no se atreve a pronunciar. Que conste que no hay nada de estético
en esa resistencia: Pablo Iglesias no utiliza la palabra España porque cree que
la izquierda perdedora de la guerra civil – sí, aunque parezca increíble, aún
hay gente que piensa en estos términos – no tiene nada que construir sobre esa
España que identificarán siempre con el franquismo.
Madre del amor hermoso. Lo que tiene este chico, porque
de pronto caigo en la cuenta de que solo tiene 38 años, es un complejo de
inferioridad nacional del tamaño de Groenlandia. Le ha puesto un barniz
intelectual, pero es perfectamente reconocible. Como dijo el psiquiatra López
Ibor hace más de medio siglo, el complejo más español que existe. A los de mi
apellido, perdonen la inmodestia, estas cosas no nos pasan. Y nos cuesta muy
poco decirlo. Viva España.
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