El miércoles a media mañana saltaba la noticia a las
pantallas de los ordenadores. Grandes titulares en los periódicos más
importantes del mundo lo anunciaban a bombo y platillo: descubierto el bosón de
Higgs, la partícula de Dios, la clave de la compresión de nuestro universo...
Casi me caigo de la silla. Por un momento creí que habíamos conquistado la
inmortalidad, que me volvería a crecer el pelo, que el cáncer solo existiría en
los horóscopos, qué se yo. Desgraciadamente, la ilusión duró poco. Leyendo la
letra pequeña, uno llegaba a la desoladora conclusión de que el bosón de Higgs,
además de ser el descubrimiento más revolucionario de la física moderna, clave
de bóveda de la estructura de la materia y unas cuantas cosas más, no servía
para nada concreto. Es decir, que hoy viernes seguimos con el culo al aire, como
el martes, pero un poco más confusos. No se me entienda mal. No soy tan botarate
como para renegar de la física, por muy abstrusa y cuántica que sea. Admiro a
Higgs y a todos los científicos que exprimen sus cerebros a la caza de esos
conceptos tan complejos, y les brindo todo mi apoyo. Que es algo más que moral,
por cierto, porque el dinero de mis impuestos nutre en parte esas costosísimas
infraestructuras llenas de tubos que aparecen en la televisión. Pero, por
favor, bajemos todos un poquito el pistón del triunfalismo, para no generar
falsas expectativas. En estos días se han escrito tantos artículos arrogantes e
incomprensibles sobre el tema que, o nos dan un curso acelerado de física para
entender algo, o le acabaremos dando la espalda, avergonzados de nuestra
cortedad mental, refugiados en el fútbol o en el festival de Eurovisión, que es
la única competición internacional que se nos resiste. Y es que desde Massiel
han pasado ya un porrón de años. A por ellos.
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