Nunca había visto tantas banderas españolas colgadas en
los balcones. No está claro si han quedado allí olvidadas después de la euforia
futbolera de la Eurocopa,
humilladas como los adornos de navidad en pleno verano, o si sus propietarios
las han dejado con la esperanza de celebrar alguna medalla olímpica o para
contribuir a rebajar la prima de riesgo demostrando a los mercados que España
no se rinde. No parece probable que un analista de riesgos de deuda soberana se
dé una vuelta por mi barrio, pero cosas más raras se han visto. En estos días,
la contemplación de los símbolos patrios despierta en mí sentimientos
contradictorios. En primer lugar, alegría, al comprobar que aún existen
conciudadanos que celebran pertenecer a esa comunidad llamada España, por
encima de diferencias políticas y regionales. Me siento español por muchas
razones, racionales y emocionales. A lo mejor, también, porque no puedo ser
otra cosa. En todo caso, no me apetece renunciar a ser parte de ese pequeño
grupo de 46 millones de personas – el 0,67% de la población mundial – que
hablan mi misma lengua y a quienes no tengo que explicar demasiado quién era
Gregorio Peces-Barba (q.e.p.d.) o que “pecadorrr” es el grito de guerra de un
humorista llamado Chiquito de la Calzada. Sin embargo, al ver las banderas
rojigualdas en estos tiempos de crisis apocalíptica, cuando el mundo entero
mira a España con desconfianza, tampoco puedo evitar un ataque de melancolía.
Para solucionar nuestros problemas se habla de revolución, de más Cataluña, de
más Europa. Casi nadie habla de cerrar filas, de no ceder al particularismo, de
ser España. Solemos olvidar que para el resto del mundo no somos socialistas,
populares, funcionarios o catalanes. Somos simplemente españoles. Que no
tengamos que caer en el precipicio para recordarlo.
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