Es una palabra que no puede faltar en cualquier ley
importante que se precie, en los discursos solemnes, en las declaraciones de
principios. No en vano, la justicia es uno de los grandes anhelos del ser humano.
Para satisfacerlo, el estado pone a disposición del ciudadano un procedimiento
y unos funcionarios, los jueces y fiscales, que velan por el cumplimiento de
las leyes. Sobre el papel, todo perfecto. El problema viene cuando hay que
descender a pie de obra, porque es allí donde se necesitan botas de pescador
truchero para no hundirse en el fango de mentiras cruzadas, intereses y
estrategias que conlleva la práctica real de la administración de justicia.
Basta con abrir un periódico y consultar el estado de los procesos judiciales
que llenan sus páginas: el caso Gürtel, Palau, Brugal, los ERE, Nóos, Bárcenas,
entre los asuntos de corrupción política; el caso de los niños desaparecidos
Ruth y José, el asesinato de Marta del Castillo o el accidente provocado por
Ortega Cano, dentro de los asuntos penales; la tragedia de miles de desahucios,
entre los civiles. En muchos de estos procesos coinciden algunos de los
principios más elevados concebidos por el espíritu humano como la presunción de
inocencia, con muestras de la peor bajeza: en particular, la mentira deliberada
de algunos imputados para salvar el pellejo aun a costa del sufrimiento de las
víctimas, de la justicia o del bien común que muchos juraron defender; o la
falta de dignidad, valor y honor para afrontar las consecuencias de los propios
actos. La justicia no es un espectáculo bonito y su práctica profesional está
desaconsejada para espíritus sensibles. Más allá del boato de las togas y las
maderas nobles, el trabajo de jueces y fiscales se parece a menudo al de los
fontaneros en las cloacas. Desagradable pero necesario.
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