Los humanos somos seres de una complejidad extraordinaria,
inteligentes, abiertos al cambio, irreductibles a un juicio definitivo. Si se
dan las circunstancias adecuadas, el criminal más despiadado puede convertirse
en un honrado ciudadano y el alumno más torpe de la clase en un Albert
Einstein. Sin embargo, por las mismas razones, parece deseable que para
gobernar esta sociedad llena de seres complejos, inteligentes y abiertos al
cambio, los elegidos sean personas más bien estables, que hayan alcanzado la
madurez intelectual y honestas a tiempo completo. Esto último es, con mucha
diferencia, lo más importante. Un dirigente puede cometer un error, pero no
puede permitirse un solo desliz en el terreno de los principios éticos. No
puede ser corrupto, pero solo un poco; no puede mentir, aunque solo sea de vez
en cuando; no puede hacer trampas en días alternos. La consecuencia de
cualquiera de estos actos debería ser inexorable: el abandono del cargo. En las
democracias consolidadas, la presión social o la propia vergüenza del afectado
suelen bastar para que éste presente la dimisión. En las democracias por
consolidar, y desgraciadamente la española es una de ellas, las cosas funcionan
de otra manera. El primer impulso del tramposo siempre es negar y el de sus
conmilitones arroparle. Poco importa que esté en juego el prestigio de
instituciones fundamentales del Estado, como el Tribunal Constitucional. Su
actual presidente, Francisco Pérez de los Cobos, ocultó a la comisión del
Senado que autorizó su nombramiento como magistrado que estaba afiliado al
Partido Popular. Condición que no parece la más adecuada para pertenecer al
intérprete supremo de la
Constitución, pero que algunos todavía hoy se atreven a
justificar. Milongas. Pérez de los Cobos hizo trampa. Pero, al parecer, solo un
poco.
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