Todavía no somos muy conscientes de ello, pero el
funeral por Nelson Mandela en Johannesburgo ha sido el más importante de la
historia. Quizá le faltó el exotismo del entierro de Nabucodonosor II, rey de
Babilonia, o la espectacularidad de las exequias del faraón Ramsés II, al que
acompañaron bajo tierra unos cuantos infelices todavía vivos para llenar su
copa de vino durante el último viaje, pero todo eso lo compensó con creces. Un
pueblo multicolor, líderes políticos democráticos junto a dictadores
irreductibles, asesinos que pronto arderán en el infierno, enemigos jurados que
se saludan civilizadamente, primera ministra nórdica que provoca una escena de
celos del matrimonio más poderoso del planeta, falso intérprete del lenguaje de
signos inventando un nuevo baile que ya hace furor en todo el mundo... No lejos
de allí, dentro de una caja, reposaría el cuerpo consumido de Mandela, ajeno ya
a todas las tonterías humanas. ¡Grande Mandela! La crueldad, la ambición y el
fanatismo religioso o político han cambiado a menudo el curso de la historia.
Francamente, estamos hartos de verlo. Pero el caso de Mandela ha sido único. El
ha demostrado el poder revolucionario de una fuerza que supera a todas las
demás, pero que curiosamente está casi inédita en la historia de la humanidad:
el perdón. Su causa era justa, justísima, fue un luchador por la libertad de su
pueblo, el primer presidente negro de Sudáfrica, un hombre encantador... Todo
eso no basta para explicar su grandeza. Mandela fue grande porque perdonó, y la
extraordinaria fuerza de ese gesto ha quedado a la vista de todos en su
funeral. Un funeral algo surrealista pero, en el fondo, cargado de sentido. La
vida es una comedia breve. Más vale apresurarse en hacer algo que merezca la
pena. Mandela lo hizo.
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