El miedo nos hace palidecer y sentir frío, porque
la sangre acude rápidamente a las extremidades largas, donde podría ser
necesaria para emprender una huída precipitada. Durante millones de años, las
emociones han estado al servicio del ser humano para ayudarle a sobrevivir en
un medio casi siempre hostil. Sentir miedo, ira, amor o asco, es un regalo de
la evolución que nos ha salvado el pellejo en infinidad de ocasiones. Las
emociones son un mecanismo tan sofisticado que se activa solo, sin necesidad de
dar la correspondiente orden a nuestro cerebro; ya se sabe cómo son todas las
burocracias: me dé por favor un poco de miedo que me ha parecido ver una
amenaza mortal con el rabillo del ojo, rellene usted este formulario, y
mientras tanto, el tigre con dientes de sable nos ha hecho un destrozo en la
yugular que ya no tiene remedio. Pero hay un problema (hoy, ayer, siempre hay
un problema) Todo ese paquete de emociones, resultado de millones de años de
evolución, se nos ha quedado obsoleto. El animal más peligroso con el que nos
cruzarnos hoy es el perro del vecino, que nos ladra, el muy cabroncete. Nuestro
mismo vecino ya no nos incrusta un sílex en el cerebelo en cuanto le damos la
espalda... ¡nos dice buenos días! Como resultado, andamos por el mundo con un
catálogo de emociones caducadas (y descontroladas), que no son eficaces contra
las amenazas de la vida moderna. Perder el trabajo y no poder pagar la
hipoteca, por ejemplo. Hoy se publican los análisis de ADN del fémur de un
homínido que vivió hace 400.000 años en la sierra burgalesa de Atapuerca.
Tiempos duros, sin duda, pero más previsibles que los actuales. No sé qué dirá
el ADN mitocondrial al respecto. Nuestro antepasado pasaba más frío, más hambre
y moría antes. Pero sospecho que era más feliz.
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