A los españoles siempre nos ha costado irnos a la
cama. A dormir, se entiende. Según una reciente encuesta, una cuarta parte de
la población sigue enganchada a la televisión más allá de las doce de la noche.
Me temo que la culpa no es de las series ni de los concursos de talentos. Antes
de que se inventara la tele, el español ya se quedaba en el café hasta las mil,
charrando de lo divino y de lo humano, conspirando, dando palmas o lo que se
terciara; lo llevamos en el ADN. A los extranjeros, como es lógico, este
carácter trasnochador les parece de lo más exótico. El mes pasado, el New York
Times titulaba: “España, la tierra de las cenas a las 10 de la noche, se
pregunta si es el momento de cambiar”. Sorprendentemente, el texto no caía en
los tópicos habituales. En efecto, aquí ya nadie duerme siestas de tres horas y
aquello de que somos un país de baja productividad se encargan de desmentirlo
las estadísticas de la Unión Europea. La verdadera raíz del problema, y así lo
destacaba el artículo, está en la irracionalidad de nuestros horarios. ¡El
español se va tarde a la cama porque quiere vivir! Y parece ser que entre el
trabajo, el almuerzo, la parada para comer y el
qué-pasa-con-el-jefe-que-no-tiene-casa-o-qué, la vida no empieza hasta las
diez, cuando el resto de los europeos ya está chafando la oreja. El New York
Times señalaba que los políticos españoles se lo toman muy en serio, porque una
comisión parlamentaria ya estaba estudiando el tema. Jo, jo, jo. Cómo se nota que son de Cincinnati o de Wisconsin.
Si fueran de por aquí sabrían que una comisión de políticos españoles no se
crea para tomar decisiones; está para aplazarlas indefinidamente. Algún día
cambiaremos y nos iremos pronto a la cama como los niños buenos europeos. Pero
sin forzar. Pongamos... ¿qué tal el siglo que viene?
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