Si vinieran a quemar cosechas, a violar a las
mujeres y a vendernos a todos como esclavos, la situación sería preocupante
pero de solución extremadamente sencilla: cuando asomara el primer grupo de
subsaharianos por el monte Gurugú, el glorioso ejército español les recibiría a
cañonazo limpio, la sociedad aplaudiría y las banderas rojigualdas ondearían en
los balcones como si hubiéramos ganado otra vez el mundial de fútbol. Pero los
miles de desharrapados que aguardan al otro lado de la valla de Melilla no
vienen a invadirnos. Quieren cosas sencillas y pacíficas: trabajar, ganar un
sueldo y tener una familia. Esto convierte a la situación en relativamente
menos preocupante pero de solución dificilísima. Por un elemental sentido de la
humanidad, el cañonazo queda descartado. ¿La pelota de goma? Ya empiezo a
sentir como el terreno se hace blando bajo mis pies. Vamos a ver, cuando mil
tíos corren hacia la valla gritando y tirando piedras como panes, algo habrá que
hacer, digo yo. Quizá no más de lo que haría un policía antidisturbios cuando
una manifestación se sale de madre en una ciudad española, pero tampoco menos.
La frontera, por muy antipático que resulte, debe regularse y protegerse. La
otra cuestión es qué podríamos hacer los europeos para ayudar al desarrollo de
los países africanos de origen y contener esta marea. Es obvio que mucho más de
lo que hacemos. En el terreno económico, hay que fomentar inversiones y
acuerdos comerciales; en el político, apoyar a gobiernos democráticos que
espanten la corrupción y el extremismo. En definitiva, hay que mojarse, y con
la cartera por delante. Dentro de poco, mirar hacia otro lado – especialidad
europea por excelencia - ya no valdrá de mucho. Porque vendrán por todas
partes. Y no habrá valla lo bastante alta para detenerlos.
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