La maldita enfermedad le había consumido de tal
modo, que la muerte se ha presentado con aires de libertadora. Adolfo Suárez ha
muerto, homenajeado y querido como nunca. La reacción de la sociedad, unida en
su afecto hacia un hombre público como poquísimas veces lo ha estado en la
historia, ha dejado al descubierto algunas realidades inesperadas. ¡Todavía es
posible que el pueblo español sienta admiración por un político! Los de su
clase habrán sentido una mezcla de esperanza y congoja. Esperanza, porque el
ejemplo de Suárez demuestra que se puede gobernar en tiempos muy difíciles,
beber a continuación el amargo cáliz de la derrota, y acabar la vida aclamado
por las multitudes que finalmente reconocen el sacrificio de una vida entregada
al bienestar de los ciudadanos. Ahora viene la congoja. Estoy seguro de que, al
ver la reacción popular, más de uno se habrá preguntado si su legado político
será merecedor algún día de una despedida tan solemne y sentida. Parece
difícil. Adolfo Suárez ha sido el Kennedy español, se repetía en muchos medios
de comunicación. A la comparación no le falta sentido, pero tampoco su parte
odiosa, como a toda buena comparación que se precie: la vida personal de Suárez
fue mucho menos turbulenta que la de JFK y su periplo político tuvo un final
menos trágico pero mucho más amargo. Fue atacado con saña por sus enemigos
políticos y muchos de sus camaradas acabaron dándole la espalda. También los
votantes. Todos ellos han pasado por delante de su féretro en el momento de la
despedida. Hoy nadie duda de que su valentía, su talento y su poder de
convicción durante los dramáticos días de la transición, fueron decisivos para
guiar a España hacia la democracia y la reconciliación. Ha muerto Suárez. El
político español más importante del siglo XX. Descanse en paz.
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