Abdica el rey Juan Carlos después de casi 40 años
de servicio y a muchos les sube la fiebre republicana, tan alta, que hasta
deliran. Ciertamente, no puede decirse que Cayo Lara haya sido alguna vez un
apasionado monárquico, pero su comparecencia ante la prensa junto a una bandera
tricolor de la II República constituyó un espectáculo grotesco. No ha estado
solo. La izquierda española, desorientada desde la irrupción casi milagrosa de
Pablo Iglesias en la escena política – solo le ha faltado aparecerse a unos
pastorcillos en una cueva – se ha entregado a una apasionada exhibición de
credenciales republicanas. Ahora resulta que todo el mundo es republicano pata
negra desde el día en que lo destetaron. Menos mal que en el partido socialista
todavía queda gente con la visión suficiente para darse cuenta del colosal
error que sería abandonar el centro político. ¿Es lícito defender una forma de
estado republicana? Por supuesto que sí, pero, por favor, ahórrense la
demagogia barata. Oponer monarquía parlamentaria y democracia es una
incongruencia grosera, equivalente a decir que Holanda, Suecia y Noruega son
peligrosas dictaduras bananeras. El rey parlamentario no aprueba leyes, ni las
propone, ni las veta. Su misión es únicamente representativa, simbólica y de
relaciones públicas internacionales. Esto lo sabe hasta el más zángano de los
alumnos de ciencias políticas. ¿Por qué entonces esa insistencia en tratar al
personal como si fuéramos analfabetos políticos? Porque si abandonaran el
argumento democrático, a los partidarios de la república no les quedaría otra
que tratar de demostrar que esa misión representativa, no política, sería mejor
desempeñada por alguien ajeno a la Familia Real. Alguien inevitablemente de
derechas o de izquierdas. Una tarea mucho más difícil. Comprendo que les entre
algo de pereza.
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