Fueron los precursores de un nuevo estilo, el rock,
porque supieron transformar la música que admiraban en algo diferente y
rompedor. Hicieron de la provocación una seña de identidad de la banda,
poniendo en solfa todos los valores de la conservadora sociedad británica.
Abusaron generosamente de todas las drogas conocidas y se dedicaron a
experimentar con las nuevas a medida que se inventaban. Y sin embargo, lo más
increíble de la tortuosa biografía de los Rolling Stones es que sus miembros,
52 años después de la fundación del grupo... ¡siguen vivos! Y coleando, por
supuesto. No tuve la suerte de asistir esta semana a su concierto en el
Santiago Bernabéu pero, al parecer, Mick Jagger continúa dando saltos y recorriendo
kilómetros por el escenario como si tratara de demostrar que las leyes del
envejecimiento humano no van con él. Y lanzando una advertencia a la parroquia:
id ahorrando otros cien euros de aquí a tres o cuatro años porque no tenemos
intención de dejarlo. Al espectáculo del rock en grandes estadios no parece
afectarle la crisis. Las entradas para ver a los dinosaurios de este género
musical cuya muerte lleva anunciándose a bombo y platillo desde hace décadas,
se agotan en cuestión de horas sin que el precio parezca importar demasiado. El
problema vendrá cuando, inexorablemente, los supervivientes de estos grupos
legendarios se muden para siempre a sus mansiones del monte Olimpo. La demanda
de los fans, que no deja de crecer ante el temor de que, esta vez sí, sea la
última, se encontrará con que la oferta rockera se reduce bruscamente a cero.
Entonces, todo habrá acabado. Sin recambio a la vista, no concibo a los
seguidores de los Rolling acudiendo a un concierto de Miley Cyrus. O a un
festival de DJ Tiesto en los Monegros. Se quedarán en casa para siempre,
abrazados a sus vinilos.
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