Una corriente anti-islamista recorre Europa,
soterrada, pero perfectamente visible. No se manifiesta en las tribunas
públicas, al menos no en España, pero prospera en las redes sociales donde
cualquier noticia sangrienta que guarde relación con lo islámico – y por
desgracia últimamente abundan mucho – desata a menudo una catarata de
reacciones que van subiendo de tono hasta que alguien acaba por condenar a la
religión y llamar a defendernos de sus practicantes. Alguien dirá que lo tienen
merecido, o más diplomáticamente, que existen razones objetivas que explican
esta forma de pensar. Ciertamente, si un par de enajenados no hubieran
asesinado a sangre fría a doce personas en la redacción de una revista en París,
si un ejército de criminales no se dedicara a degollar cobardemente a inocentes
en los desiertos de Irak, o si una banda de locos peligrosos no anduviera
ejecutando a miles de pacíficos campesinos en los bosques de Nigeria, en los
tres casos dando vivas a Alá y su profeta, es más que probable que no
estaríamos hablando de este tema. Por tanto, sí, puede que existan razones que
expliquen, pero no que justifiquen. Y la diferencia es esencial. El
anti-islamismo es injusto porque toma una parte – el fundamentalismo criminal –
por el todo – la comunidad de creyentes. Muchos en occidente acusan a ésta de
pasividad, de no hacer lo suficiente para extirpar el tumor maligno del
fanatismo. ¿Cómo lo saben? ¿Visitan con frecuencia las mezquitas árabes, africanas
o del Asia Central? ¿A cuántos musulmanes conocen? ¿Hablan con ellos? No saben,
no, ninguno, jamás. Sus fuentes de información suelen ser periódicos digitales de
fortuna, que buscan excitar las pasiones más bajas del lector. El resultado es
el esperable: exabruptos, radicalismo y falta de reflexión. Un estado de ánimo
que se parece demasiado al que quieren combatir.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario