A la fiesta de los toros le ha llegado su hora. Súbitamente, sin grandes
debates ni reflexiones – así somos los españoles, para bien y para mal – la
tauromaquia ha dejado de ser un arte de hondas raíces culturales y estéticas,
para convertirse en una una salvajada impropia de países civilizados. Creo que
el pensamiento animalista ha prosperado extraordinariamente gracias a las redes
sociales, convertidas en una gran plaza pública donde sus tesis se defienden
con fiereza – a menudo, también, con notable agresividad – y en la que hay que
ser un valiente para echarse al ruedo a defender cualquier otro punto de vista
que no sea la defensa a ultranza del animal: toro, perro, gato o primate. Que
el lector no vea ni un asomo de ironía, por favor. Como cualquier persona
sensible y con dos dedos de frente, pienso que la mejora en el trato que
dispensamos a los animales es una de las muestras más evidentes de nuestro
progreso como especie, en un sentido moral y filosófico. Por esta razón, hace
años que sé que las corridas de toros desaparecerán, más pronto que tarde,
porque dejarán de ser compatibles con la nueva sensibilidad. Ahora bien, mi
animalismo se parece muy poco al que veo a menudo en facebook o twitter. Porque
muchas veces no dice, o no entiende, la verdad. El taurino no es una persona
morbosa, que disfrute contemplando el dolor del animal. Porque la esencia de
los toros no reside en la violencia o en la crueldad, aunque pueda ser
considerado un espectáculo cruel. El aficionado admira al toro bravo, ¡lo
idolatra!, y el antitaurino que no entienda esto, no sabe a lo que se enfrenta.
Hace años que no piso una plaza y quizá nunca vuelva a hacerlo. Pero que no
cuenten conmigo para ilegalizar los toros, perseguirlos o convertir a sus
partidarios en una panda de desalmados.
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