Rafael Nadal, el mejor deportista español de todos los tiempos, no se ha
dopado, no se dopa y nunca se dopará. No sé decirlo más claro. Comprendo que
esta afirmación tan contundente pueda hacer levantar alguna ceja o invitar a
los más cínicos a declarar que ellos no ponen la mano en el fuego por nadie. Y
menos por un deportista. Pues bien, a pesar de ello y de que nunca he tratado
personalmente con él, creo que arriesgo muy poco al concederle ese crédito.
Llevo siguiendo su carrera tenística más de una década y le he visto reaccionar
ante muchas circunstancias de su vida, la mayoría deportivas y algunas también
personales. Perdónenme el atrevimiento: conozco a Nadal. Jamás se ha dopado porque
ha sido educado con sentido del honor, del respeto y de la honestidad a
cualquier precio. Porque no concibe hacer trampas y manchar el deporte que le
ha dado tanto. Simplemente, porque si las hiciera, no soportaría mirarse en el
espejo. Es de esperar que esta forma de ir por la vida, casi quijotesca, le
resulte muy extraña a alguien como Roselyne Bachelot, ex ministra de salud,
ecología y deportes en varios gobiernos conservadores franceses de los últimos
tiempos. La femme politique reconvertida en tertuliana televisiva calumnió
gravísimamente al deportista español la semana pasada, acusándole de dopaje sin
ninguna prueba y con una frivolidad realmente apabullante. ¡Pobre Francia! Si
personajes tan irresponsables, ligeros y cobardes como la Bachelot son capaces
de alcanzar esas alturas en la élite política gala, se deduce que la crisis de
valores que azota a nuestros vecinos es todavía más grave de lo que parece.
Esta vez la calumniadora tendrá una respuesta en el juzgado correspondiente.
Esperemos que la sentencia le administre algo de lo que merece: desprestigio y
vergüenza.
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