Es el entrenador de moda en el fútbol europeo. Diego Pablo Simeone, más
conocido como “El Cholo”, argentino, 46 años, dirige los destinos del Atlético
de Madrid desde hace tres temporadas. Sus éxitos deportivos son
incuestionables: bajo su batuta, los colchoneros han ganado Liga, Copa, Europa League
y han llegado a la mismísima final de la Champions, la competición de clubs más
importante del mundo, con un presupuesto varias veces inferior al de los
grandes. Su ascendente sobre el equipo – y deberíamos incluir aquí a público y
jugadores por igual – es impresionante. Un solo gesto de sus brazos es capaz de
movilizar al estadio entero; en los ojos de sus pupilos brilla un fiero orgullo
cuando hablan de él, como lo harían los espartanos de Leónidas, cinco minutos
antes de la batalla de las Termópilas. Su filosofía de juego ya tiene nombre - el
“cholismo” - y su divisa es de una simpleza apabullante: “Partido a partido”.
El Cholo ha elevado la fe en las propias fuerzas a categoría de dogma cuasi-religioso,
en un club como el rojiblanco, con fama de maldito, ciclotímico y con tendencia
a la depresión. Uno tiene la sensación de que Simeone, que ya fue un jugador
aguerrido y temible en su día, está viviendo una clase de éxito tan profundo
que se da en contadísimas ocasiones en el deporte y en la vida. Bueno, llegado
este momento, habrá que advertir que el Cholo no es perfecto. En momentos de
máxima presión, deja ver ramalazos de una vena barriobajera, en las antípodas del
fair play, que manchan ocasionalmente su figura. Algunos dirán que esto es
fútbol, un deporte de la calle que se juega con la camisa por fuera, no tenis,
ni golf. A otros, ese lado oscuro del cholismo les llevará a renegar de él sin
remisión. No creo que al Cholo le importe demasiado. Porque él solo está
pensando en ganar el próximo partido.
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