No soy un entusiasta de Twitter. A pesar de que tengo cuenta abierta en
esta red social desde hace años, rara vez la uso. En primer lugar, porque no
llevo muy bien esa imposición dictatorial de no rebasar los 140 caracteres;
cada vez que me he propuesto escribir un tuit, invariablemente he sobrepasado
la cifra maldita y he tenido que sacar la tijera. Suerte que tengo una siempre
a mano, porque es herramienta decisiva para un escritor. Estoy convencido de
que el buen creador, ya sea artista, inventor o matemático, es aquel capaz de
sacrificar partes de su creación en favor del producto final, ya sea este una
novela, un algoritmo o una estatua de mármol de Carrara. Y no hablo de torpezas,
que esas son fáciles de eliminar; hablo de párrafos ingeniosísimos, de bits de
genialidad que deben ser extirpados por el bien de la obra definitiva. Por
tanto, conceptualmente, no puedo estar más de acuerdo con la filosofía del tuit
– menos es más – pero, al mismo tiempo, puedo ser tan inconsecuente como para
endosarles cada domingo 3.500 caracteres con espacios, llueva, truene, haga
frío o calor.
Otro poderoso motivo para recelar de los pajaritos de Twitter es que se
han convertido en el altavoz favorito de Donald Trump, presidente de los
Estados Unidos y uno de los personajes públicos menos edificantes de nuestro
tiempo. Por decirlo suavemente. Al parecer, el incontinente magnate metido a
político se despierta a menudo en mitad de la noche y se dedica a tuitear lo primero
que le viene a la cabeza, casi siempre declaraciones inapropiadas y fuera de
tiesto. ¿Qué pensarán los fantasmas de Lincoln, Roosevelt o Kennedy cuando lo
vean sentado en el Despacho Oval? Dirán, con razón, que quizá nuestra sociedad
haya sido capaz de prodigios tecnológicos impensables, de curar enfermedades
que antaño se enseñoreaban del mundo, pero que en cuestiones políticas, a la
vista del incalificable personaje que ocupa hoy la magistratura más importante
del planeta, nos queda mucho por aprender. Por decirlo suavemente.
Pero ni siquiera la rubicunda humanidad de Ciudadano Trump es el
definitivo argumento contra la brevedad del tuit. Existe otro todavía más
profundo. A medida que entramos en el siglo XXI, las cosas verdaderamente importantes
se empeñan en hacerse más complejas. Todos estamos interconectados y casi nada
se puede explicar en términos absolutos, como hacían las ideologías del siglo pasado.
Lo que está ocurriendo hoy en Mali, en Siria o en Groenlandia, nos afecta
silenciosamente a todos. ¡No necesitamos tuits de 140 caracteres, sino largas
lecturas que nos ayuden a comprender esta realidad! Artículos como los de la
sección "The long read", del británico The Guardian, que seleccionan
un tema de actualidad y lanzan a la red un formidable ladrillo sobre él, eso
sí, riguroso y muy bien escrito.
A estas alturas ya me estarán llamando zoquete por no advertir que el
tuit es, a menudo, el vehículo que lleva a difundir estos artículos a través de
links. Por supuesto que sí. ¡Estoy convencido de que el mundo es un lugar mejor
desde que existen las redes sociales! Principalmente
porque, como hicieron la radio y la televisión en su momento, nos hacen un poco
menos brutos y mucho más conscientes de que no estamos solos en este mundo. Supongo
que el peligro de Twitter, o de Facebook, está en la cantidad. Que el medio se
convierta en un fin, y que nos pasemos la vida sin salir de párrafos de 140 caracteres.
Sería una pena. Donde estén los 3.500 con espacios, que se quite todo lo demás.
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