Si el cuadro El Grito hubiera sido pintado por un artista
noruego actual – los mismos colores, las mismas líneas ondulantes, la misma
cabeza con forma de bombilla de rasgos alienígenas – es más que probable que
nadie habría pagado un euro por él. O a lo mejor sí. Quizás en un mercado
callejero de Oslo, una mañana soleada de domingo, un civilizado y rubicundo
noruego regatearía magnánimamente con su autor por unos pocos cientos de
coronas. Espero que el anónimo comprador que ayer pagó 91,2 millones de euros
por el cuadro no lea estas líneas. Estará en plena resaca tras el dispendio -
¿Dios mío, pero qué he hecho? – o en medio de una agria disputa conyugal - ¿Has
perdido el juicio? ¿Cómo vamos a pagarlo? – y no quisiera agobiarle más de la
cuenta. Creo que puede estar tranquilo; el mercado del arte nunca entrará en
razón y seguirá pagando obscenas cantidades de dinero cuando sus hijos, después
de la consabida disputa hereditaria, vuelvan a sacar la obra a subasta dentro
de pocos años. De alguna forma, aunque nadie lo diga, todo el mundo admite que
El Grito no vale 91,2 millones por sí mismo, sino porque lo pintó un individuo
algo desequilibrado llamado Edvard Munch en 1893. El auténtico mérito de El
Grito proviene del hecho de que su autor, en esa Europa rebosante de confianza
en la que vivió, no tenía ningún motivo aparente para pintarlo. Munch fue un
visionario, mientras que ese pintor moderno que trata de vender hoy sus cuadros
en la soleada mañana de Oslo, es un vulgar retratista: le sobran los motivos
para gritar con sus pinceles. Noruega sigue conmocionada por la matanza del
pasado mes de julio, cuando un monstruo llamado Anders Breivik acabó con la
vida de 77 personas. Munch sintió el grito silencioso, la angustia, la falta de
respuestas, con un siglo de anticipación. Por eso pintó una obra maestra.
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