Era redonda, irisada y transparente, y en su interior se
amontonaban promociones inmobiliarias: pisos, chalets, pareados, estudios,
casas, apartamentos en la playa, en la montaña o a media ladera. Si nos
hubieran dejado, los españoles habríamos construido hasta en la luna. Ya estoy
viendo los folletos: “Adosados en el Mar de la Tranquilidad, primera
línea de playa”. Alguien conocería a un primo del concejal que se lo comentaría
al alcalde y la recalificación sería cosa hecha... Aquello era una burbuja
inmobiliaria más peligrosa que una bomba de tres kilotones, pero todos nos las
arreglamos para mirar hacia otro lado y mantener las apariencias. El final de
la historia es bien conocido: las casas se dejaron de vender, la economía dejó
de crecer, muchos créditos hipotecarios se dejaron de pagar, y el mundo entero
dejó de creer en ese país simpático y festero llamado España. Las consecuencias
son dramáticas. Cientos de miles de personas tienen que arrostrar decisiones
económicas erróneas – créditos asfixiantes que ya no pueden pagar – al coste de
perder el techo bajo el que vivir. ¿Qué hacían los políticos mientras esta
tragedia se mascaba? Cuando el precio de la vivienda comenzó a dispararse, el
presidente Aznar declaró que era porque alguien podía pagarlo. España iba bien.
En 2004, el ministro Solbes rechazaba las advertencias del FMI: “No existe
ningún riesgo de burbuja”. Con la catástrofe encima, uno podría esperar de
ellos algo de humildad y autocrítica. De algunos políticos, mejor hacerlo
sentado: hace dos días, Esteban González Pons, Vicepresidente de Estudios y
Programas del partido gobernante, declaraba que “la burbuja inmobiliaria fue
algo bueno, de lo que no hay que arrepentirse”. Yavhé, ¿qué hemos hecho para
merecer esta plaga? Preferimos una de ranas. O de langostas.
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