Durante mis largos años de aprendiz de diplomático, recité
muchas veces la lista de las líneas maestras de la política exterior española:
Europa, Iberoamérica, China, mundo árabe, americanos del norte y aliados de la OTAN... y Gibraltar.
Resumiendo, buen rollito y relaciones amistosas y de cooperación con todo
quisqui, menos con los del Peñón. En la recuperación de Gibraltar, esa
minúscula extensión de 6
kilómetros cuadrados que los británicos consiguieron
arteramente en el Tratado de Utrecht de 1713, empeñamos los españoles todo el
ardor guerrero y los afanes de reconquista que nos quedan. Que, por suerte, no
son muchos. En realidad, en lugar de recuperación, la diplomacia hispana habla
de retrocesión, que es una forma fina de dar a entender que tampoco estamos
dispuestos a emprenderla a cañonazos por el asunto, y que más bien aspiramos a
que nos lo devuelvan, así, por las buenas. Los británicos contestan
educadamente: “oranges from China”, y así llevamos casi 300 años. El conflicto
gibraltareño es una de esas cosas que uno no entiende cuando es joven, y confía
en llegar a entender cuando se haga mayor; sin embargo, pasan los años, y un
asunto menor al que se le da una importancia desproporcionada sigue siendo...
pues eso, algo que no merecería figurar en la lista de prioridades de la
política exterior, ni enturbiar nuestras relaciones con el Reino Unido de la Gran Bretaña. En
estos días, un conflicto pesquero con las autoridades del Peñón ha vuelto a
tensar las relaciones entre los dos países, hasta llegar a provocar la
cancelación de un viaje de la
Reina Sofía a Londres. Medida impolítica, desproporcionada y
poco práctica, en mi opinión. Después de todo, en diplomacia española, nunca
pasé de aprendiz.
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