Dice Ortega y Gasset en su famoso ensayo “La España invertebrada”, que
la calidad de una nación depende de la cantidad de hombres superiores, modelos
de conducta moral e inteligencia, que es capaz de producir, y de la docilidad
con que el pueblo llano acepta su ejemplo y progresa gracias a él. España,
decía el filósofo para explicar nuestra debilidad histórica frente a otras
naciones europeas, se ha caracterizado por contar con una reducidísima clase de
individuos sobresalientes, y por el desprecio que el pueblo siempre les ha
dedicado. Por expresarlo en un lenguaje colegial que todo el mundo entenderá:
en las aulas hispánicas ha habido siempre mucha morralla y poco empollón – el
empleo de este último término ya lo dice todo – ; el inteligente ha tenido que
ser, además, discreto, para no dejar en evidencia a sus compañeros, y
conformarse con ser un bicho raro para no recibir una diaria ración de
collejas. Comprendo que para la pacata mentalidad actual, todo eso de los
individuos superiores y de la ejemplaridad haga levantar ronchas, pero estarán
conmigo en que, en estos tiempos de zozobra, necesitamos más que nunca hombres
y mujeres por encima de la media, no solo en calificaciones académicas, sino en
valores morales como el esfuerzo, la valentía o la honradez. Estoy seguro de
que los hay, y en cantidad. El problema es que no siempre son lo bastante
visibles – el pueblo prefiere saber qué hace en su tiempo libre Belén Esteban,
al pensamiento de Valentín Fuster-; o que sectores de vital importancia como la
política o la banca, casi nunca escogen a los mejores. Así nos luce el pelo
últimamente. 90 años después, me pregunto qué diría Ortega de la España actual. Quizá se
asombraría de lo poco que hemos cambiado en ciertas cosas. De lo invertebrados
que seguimos siendo.
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