La envidia es el pecado capital de los tontos. A
diferencia del lujurioso, el acaparador o el comilón, que pueden disfrutar de
los primeros bocados con la conciencia limpia, el envidioso sufre desde el mismo
instante en que la envidia se presenta. Mientras el perezoso, el iracundo o el
orgulloso no se molestan en ocultar su vicio, el envidioso debe disfrazarlo de
otra cosa, tan vergonzoso e inútil es el mal que le aqueja. Eso mismo les
ocurre a algunos franceses: sienten envidia de los éxitos de los deportistas
españoles y, para disimularlo, se dedican a difamarlos. Como esto último
tampoco se atreven a hacerlo directamente – al parecer, en Francia también hay
leyes que protegen el honor de las personas – se valen de unos guiñoles y de la
coartada del humor para hacer acusaciones tan poco divertidas como que Rafael
Nadal, el deportista español más laureado de la historia y una de las
personalidades más queridas y respetadas del país, se inyecta sustancias dopantes
con una gran jeringuilla que le acompaña allá donde va. Cuando alguien
protesta, legítimamente, por esas acusaciones intolerables que manchan la
honorabilidad de un compatriota, el cobarde de turno responde: ¡Qué poco
sentido del humor tienen los españoles! El pasado lunes, Rafael Nadal ganó su
séptimo torneo de Roland Garros. Es la decimoquinta Copa de los Mosqueteros que un
español levanta desde 1961, cuando Manolo Santana inició la cuenta para
sacarnos un poco más del aislamiento y la pobreza. Los tenistas galos, en ese
mismo período, han ganado su querido torneo parisino... una sola vez. Presiento
que hay muchos franceses que aceptan esta circunstancia con deportividad, pero
es evidente que otros no. Algunos franceses son envidiosos. Algunos franceses son
tontos.
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