Es un país remoto, casi irrelevante, de geografía compleja
y nombre incierto. Los militares que lo gobernaron dictatorialmente durante
décadas, le cambiaron el de Birmania por Myanmar, con la esperanza de que, en
la confusión, el mundo dejara de prestarles atención y pudieran seguir con sus
tropelías sin ser molestados. No lo consiguieron; ella lo impidió. Cuando en
1988, Aung San Suu Kyi abandonó su confortable vida en Oxford, y regresó a su
país natal para ponerse al frente del movimiento en favor de la democracia,
nadie podía sospechar que esa mujer menuda se convertiría en un personaje de
fama mundial. El precio de su compromiso político fue alto. Sufrió
encarcelamiento y arresto domiciliario durante más de 15 años, varios intentos
de asesinato y la dolorosa separación de su familia. Siempre tuvo el fin de sus
penalidades al alcance de la mano: la junta militar birmana le ofrecía la
salida inmediata del país, a cambio de no regresar jamás. Suu Kyi no cedió.
Tampoco cuando le impidieron reunirse con su marido, enfermo terminal de
cáncer, para estar a su lado en sus últimos días. Sin embargo, su capacidad de
resistencia, con ser extraordinaria, no es el rasgo más importante que define a
esta valiente mujer. Es la bondad. En todos estos años de padecimiento, jamás
salió de su boca una palabra que incitara al odio, la venganza o el
enfrentamiento. El pasado sábado, al recibir en persona el Premio Nobel de la Paz, 21 años después de que le
fuera concedido, Suu Kyi afirmó: “De todas las lecciones que he aprendido en la
adversidad, la más preciosa de todas, es la del valor de la bondad. Cada acto
de bondad que recibí en estos años, por pequeño que fuera, me convenció de que
nunca habría bastante en el mundo. Porque la bondad tiene el poder de cambiar
las vidas de la gente”.
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