Ha obligado al mundo a aprender su nombre, sin aditivos.
El suyo es la demostración palmaria de que no hace falta llamarse Jonathan para
triunfar en el mundo anglosajón, y de que con el apellido de un labriego
musulmán de Al-Andalus te pueden llegar a dar un Oscar de Hollywood. Y
aplicándose un poco, hasta dos. Pedro Almodóvar es el director español más
influyente y respetado en el mundo y, con permiso de Santiago Segura y
Alejandro Amenábar, uno de los más rentables. Su productora El Deseo es una de
las pocas empresas cinematográficas en España que puede permitirse el lujo de
emprender proyectos sin depender de las subvenciones del Ministerio de Cultura
o de las televisiones públicas. La semana pasada, en el mercado de Cannes que
se celebra de forma paralela al festival, lograba un acuerdo de distribución
para su próxima película, Los Amantes Pasajeros, que ni siquiera ha comenzado a
rodarse. El director manchego vuelve a demostrar que no solo es un artista
genial, creador de un estilo propio, sino que, empresarialmente, marca el
camino a seguir para la desfalleciente industria del cine español: las
películas, salvo contadas excepciones, tienen que ser económicamente viables. Y
ahora viene la ironía, la españolada irreductible. Resulta que Almodóvar,
conspicuo hombre de izquierdas y azote del conservadurismo pepero, que llegó a
recibir una querella del mismísimo Mariano Rajoy tras las turbulentas jornadas
del 11-M, se ha convertido, por mor de las angustias financieras que atraviesa
el país, en el cineasta modelo para el gobierno del Partido Popular. ¡Cómo
disfruto con estas cosas! Afortunadamente, Almodóvar y Rajoy no pueden dejar de
ser españoles hasta las trancas. En el amor y en el odio, están condenados a
entenderse.
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