Una semana después de la masacre de Newtown, el mundo
sigue preguntándose cómo es posible que la sociedad estadounidense, tan
práctica y civilizada en otros órdenes de la vida, permanezca ciega ante una
realidad tan evidente: que su relación con las armas de fuego es enfermiza y
altamente peligrosa. Para intentar justificarla se recurre al espíritu de
frontera, que dicen forjó la nación norteamericana, pero el argumento no me
convence: aquí no hubo indios cherokee pero sí bandoleros en Sierra Morena, y
hace tiempo que dejamos de tener un trabuco colgado en la pared. Contra lo que
pueda parecer, matar no es fácil. Requiere una voluntad fuerte que, vencidas la
religión o la moral, supere los dos obstáculos que la naturaleza interpone en
defensa de la vida: una repugnancia innata ante la contemplación de la muerte
ajena, y el instinto de supervivencia que hace temer al agresor que el atacado,
al defenderse, le inflija la propia. Matar tampoco es fácil en tiempo de
guerra, aunque se cuente con la valiosa ayuda de las armas de fuego; para salir
de la trinchera a exponerse a las balas y a la metralla, la voluntad del
soldado debe recurrir al patriotismo o al temor al pelotón de fusilamiento.
Aquí surge el meollo de la cuestión. Introducir armas de fuego – ¡diseñadas
para la guerra! – en un medio social pacífico, tiene consecuencias
devastadoras. Todos los mecanismos de seguridad previstos por la naturaleza
saltan por los aires. Con un arma en la mano, cualquier voluntad débil,
cualquier tarado, se siente poderoso e invencible. Un solo empujoncito del dedo
índice, en un suspiro, y te cargas a veintisiete. Otro empujoncito, encañonando
a la sien, y escapas a las consecuencias. Demasiado fácil. Demasiado evidente. Seguir
permitiéndolo, amigos norteamericanos, demasiado estúpido.
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